Se ha dicho muchas veces que en la infancia se
encuentra nuestro paraíso perdido. Y aunque no todo el mundo estará de acuerdo
(quienes padecieron pobreza, maltrato o abusos durante ella), sí que es verdad
que tendemos a mirar ese período de nuestra existencia con una cierta
melancolía mentirosa o deformante. El espléndido escritor extremeño Juan Ramón
Santos, que ha visitado esta página más de una vez, acaba de publicar una
excepcional novela con esa temática. Se titula El tesoro de la isla, lo edita De la
Luna Libros y, como su propio marbete
insinúa, constituye un deliberado homenaje a Robert Louis Stevenson. Lo que
ocurre es que el narrador de Plasencia actualiza los ejes argumentales y nos
trae la fabulación hasta nuestros días, de un modo atinado, creíble e
inteligente.
Su protagonista es Santiago, cuyos padres regentan
un bar en el pueblo de Pomares. Es un niño inquieto pero dócil, que un día se
cuela con sus amigos en el abandonado colegio de San Cipriano, que amenaza
derrumbe. Descubre allí la vieja biblioteca del centro y descubre también a su
extraño guardián, un hombre de unos 45 años llamado Juan Plata, que lleva
tatuada en el brazo la faulkneriana palabra Yoknapatawpha
y que, tras comprobar las curiosidades lectoras del chico, toma a su cargo la
instrucción literaria del mismo. Paso a paso, logrará que Santi lea a Borges,
Camus, Hesse, Kafka, Melville y otros gigantes de las letras. Pero en el
colegio se refugian también unos drogadictos que mantienen con el guardián una
relación ambigua: lo respetan, temen y odian a partes iguales. Además, están
deseando conseguir un cofre que Juan Plata esconde en su habitación, porque
sospechan que guarda en él dinero en abundancia... En ese instante, ni el
lector más despistado habrá dejado de notar el juego: Juan Plata (John Silver)
toma bajo su protección a Santi (Jim), al que educa y protege.
Esquivando las facilidades del pastiche y dibujando
una actualización seria y llena de aciertos, Juan Ramón Santos nos entrega una
novela iniciática, cruzada de principio a fin por una serie de homenajes a importantes
escritores (a los ya citados habría que añadir Juan Rulfo, Lampedusa, Fiodor
Dostoievski, Dino Buzzati, Italo Calvino, J. D. Salinger o Charles Dickens) a
quienes se reconoce su inmenso interés como vectores educativos de Santiago y
tal vez del propio novelista. Y, lo que es aún más importante, redactada con un
primor exquisito. Reabro al azar el volumen y encuentro la página 42, donde se
nos describe el abandonado convento de Santo Domingo, que carece de ventanas
que lo protejan de la intemperie: «La brisa del río, borracha de humedad,
campaba a sus anchas por las salas, por los corredores, por las antiguas
celdas, lamía los muros, los labraba y los dejaba listos para la sutil
agricultura del musgo». Puede servir como ejemplo de la gran belleza
estilística que esta obra atesora.
No tengo el gusto de conocer personalmente a Juan
Ramón Santos (se pueden ahorrar la sonrisa irónica quienes consideren que lo
elogio de una forma tan desmesurada y huérfana de asteriscos por ser mi amigo),
pero estoy en condiciones de asegurar que, salvo despiste mío, su brillantez
cruzará el país en horizontal hasta llegar a Murcia con cada libro que edite.
Para mí es lectura obligada y gozosa.
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