Se llamaba Ion Luca Caragiale y su nombre y su obra
no son demasiado famosos en nuestro país. Si acudimos a la Wikipedia veremos que
nos explica con todo lujo de detalles los pormenores de su vida y de su
producción literaria, así como que fue elegido miembro de la Academia Rumana a título
póstumo o que el pueblo donde nació (Haimanale) hoy lleva su nombre. Pero
siempre es mucho más interesante, en el caso de los escritores, acercarse hasta
los libros que escribieron y conocer de primera mano (de primer ojo) su estilo,
su temática, sus logros. Por suerte, la editorial Traspiés acaba de
facilitarnos ese acceso con la publicación del volumen de relatos La posada de Manhuiol, que traducen
Elena Borrás y Enrique Nogueras.
Se trata de una docena de narraciones no muy
extensas (salvo la que cierra el tomo, más voluminosa) en las que el fabulador
rumano apuesta por escenificar historias sencillas protagonizadas por
personajes comunes, y todo eso salpimentado con frecuentes dosis de humor (un
humor nada alambicado ni sutil, sino cercano y explícito). Unas veces buscará
Caragiale sus ambientaciones en lugares que parecen tocados por la magia,
aunque haya que tomarse ésta con distancia irónica (“La posada de Manhuiol”);
otras veces nos situará en el vagón de un tren donde viaja, junto a un pasajero
aburrido, una dama que transporta a un insoportable chucho (“Bùbico”); o nos
mostrará a un cronista de sociedad que, guiado por la inexperiencia o la
moderación, acaba enfadando a todos los protagonistas de sus escritos
(“High-Life”); o pone ante nosotros a un personaje llamado Anghelache que,
después de mantener una curiosa teoría sobre el trabajo de los funcionarios
(opina que la culpa de su condición laxa o corrupta hay que buscarla siempre en
aquellos inspectores que no cumplen su función, vigilándolos convenientemente),
termina abocándose a una situación penosa; o nos desliza un crudo cuento sobre
la venganza, donde los protagonistas son un judío miedoso y un antiguo empleado
pendenciero que tuvo y que juró tomarse la revancha por haber sido despedido
(“Un cirio de Pascua”); o nos hará reír de forma abierta cuando veamos cómo la República de Ploiesti
sobrevive durante quince horas, hasta que las fuerzas gubernamentales
depusieron por la fuerza a su presidente, que se había proclamado «sobre una
mesa de picar salchichas» (p.78).
En el extremo negativo podríamos situar las
historias que no pasan de ser chistes alargados, con poca sal y con poca
enjundia (“La cadena de las debilidades”, “Qué calor” o “Ion”). Y en el
positivo, a no dudarlo, la narración “Kir Ianulea”, en la que vemos cómo el
diablo Anghiuta es enviado a la
Tierra por el emperador de los infiernos con una delicada
pero trascendente misión: permanecer allí durante diez años bajo apariencia humana
y descubrir si es verdad que las mujeres dan a los hombres tan mala vida como
ellos aseguran. La forma en que cumple su trabajo es tan peculiar y efectiva
que, cuando regresa a las moradas infernales, tiene muchas cosas que contar a
su superior.
Sí que parece cierto lo que resume Mircea A.
Diaconu en el interesante escrito con el que se cierra el volumen de Traspiés:
que Ion Luca Caragiale entiende la literatura como «un pretexto para el
ejercicio hedonista del autor y eventualmente del lector» (p.171).
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