Pocos personajes podrán encontrarse en la
novelística de Wilkie Collins (y aun en la novelística de su tiempo) tan
acendradamente sibilinos como el padre Benwell. Desde que fijó su calculadora mirada
en la propiedad de Vange Abbey (que hace siglos perteneció a la Iglesia y que actualmente
tiene como propietario a Romayne), todos sus movimientos se han desarrollado en
función de un claro objetivo: recuperar el control de la misma para Roma. Para
ello, utilizará su inteligencia, su astucia, su encanto personal, su
ascendiente sobre las personas próximas a Romayne e incluso su autoridad sobre
el tímido Arthur Penrose, un jesuita que, sin saberlo, será utilizado para
lograr la conversión religiosa de Romayne y su conformidad a la hora de convertir
Vange Abbey en una humilde devolución a la Santa Madre Iglesia. “Cuando lo
deseo, sé hacerme apreciar por los demás”, le escribirá el padre Benwell a uno
de sus superiores en la página 345. Y esa vocación ajedrecística o arácnida irá
atravesando la novela con sus quelíceros de manera silenciosa pero implacable.
No obstante, otros personajes interferirán en los planes del seguidor de
Ignacio de Loyola: Stella, una joven dama que se ha enamorado de Romayne y que
terminará casándose con él; Mr Winterfield, un educado caballero de amables
formas, que fue antiguo novio de Stella y que sigue vinculado emocionalmente a
ella; el propio Arthur Penrose, que advierte la indignidad de la maniobra del
padre Benwell y que terminará alejándose de Inglaterra y de los protagonistas
de la historia; Mrs Eyrecourt, la combativa madre de Stella, que desde el
primer instante desconfía de los modales gatunos del untoso jesuita; lord y
lady Loring, amigos de Romayne que conocen bien su pasado... Y aunque nos
hallemos ante una novela donde amor y ambición se erigen en baluartes
principales de la trama, conviene subrayar también el modo inteligente en que
el escritor victoriano construye las torturas interiores, los traumas, los
conflictos íntimos de algunos de los protagonistas, que se convierten así en
auténticos seres vivos, y no en meros peleles movidos burdamente por el autor. Utilizando
de un modo ágil la voz de varios narradores y la incorporación de diversos formatos
novelísticos (cartas, diarios), Wilkie Collins vuelve a construir un reloj
sublime, donde todas las piececitas de la maquinaria se deslizan aceitadamente
y encajan a la perfección, para que los lectores quedemos desde el principio
enganchados a la historia. No hay cabos sueltos. No hay concesiones a la
improvisación. Todo está calculado con pericia y redactado con virtuosismo,
haciendo que hasta los episodios más aparentemente inverosímiles tengan su
justificación argumental o psicológica. El Gran Maestro brilla de nuevo.
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