Por un azar no buscado
(hay azares buscados, como todo el mundo sabe), cayó en mis manos, justo una
semana antes de que muriera el autor, el volumen de cuentos Vagamundo, del uruguayo Eduardo
Galeano. Y tras leérmelo constato que hay en él algunas historias que me pillan
lejos ambiental y temáticamente, pero que son muchas más las que tildaría de
emocionantes y bien contadas. “Secreto a la caída de la tarde”, con la que se
abre el tomo, por ejemplo, es uno de los relatos más tristes y más tiernos que
he leído en mi vida: la historia de un niño cuyo hermano mayor, fallecido por
el atropello de un camión, sigue recibiendo su visita de manera frecuente. La
imagen del hermano es épica (se acerca montado en un caballo), pero a la vez
íntima (le aconseja que se vaya del pueblo y que busque su destino y su futuro
en otro lugar). Como es lógico, los adultos no creen en estas apariciones y
etiquetan al niño de fantasioso y de mendaz. Pero no menos belleza puede
encontrarse en otras narraciones, como en “El pequeño rey zaparrastroso” (un
mendigo que mueve las manos en el aire, ensimismado, como si tocara la guitarra
y que recibe de sus vecinos un regalo), en “Hombre que bebe solo” (el
aislamiento de un borracho lacónico que se refugia en un bar cuyas ventanas son
golpeadas por la lluvia), en “Noel” (una madre pobre que porta a su niño en
brazos y que tiene que sufrir el desgarro de que la criatura muera sin poder
hacer nada para salvarla), en “Tourist Guide” (un anciano de 97 años que
recuerda cómo era su mundo y cómo es ahora, después del descubrimiento de
petróleo y la llegada de las compañías extractoras)…
Pero los cuentos que más
han logrado conmoverme son aquellos en los que Eduardo Galeano nos coloca
frente a personas encarceladas, torturadas, heridas o maltrechas. Seres a
quienes la Historia
o la Pobreza
han avasallado a su gusto, sin posibilidad de rebelión. Seres que se despiden
con tristeza de sus amadas con una historia para que los recuerde (“Te cuento
un cuento de Babalú”). Seres que lucharon contra una dictadura y que portan
plomo en las entrañas (“Una bala caliente”). Seres cuya piel se utiliza para
apagar cigarrillos y cuyos genitales se encuentran conectados a un cable
eléctrico (“La pasión”). Seres que se consumen en la cárcel, mientras su hijo
les pregunta inútilmente cuándo podrán volver a estar juntos (“El deseo y el
mundo”). Reconozco que con “El monstruo amigo mío” se me llenaron los ojos de
lágrimas.
Un libro terrible,
durísimo y necesario, con el que Galeano coloca ante los ojos de los lectores
una realidad tan amarga como real.
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