Cada
libro que leo del barcelonés César Mallorquí me produce la misma sensación: sé
que va a fascinarme, pero me intriga saber cómo va a hacerlo. Por eso, claro,
vuelvo una y otra vez a sus páginas: pocos autores me seducen tanto. Ahora me
invita a que viaje hasta el último quindenio del siglo XIX y conozca allí al
huérfano Alejo Zarza, que va a convertirse en protagonista (y narrador) de unos
hechos trepidantes, que incluyen asesinatos sangrientos, robos de secretos de
Estado, anomalías psíquicas, amores impetuosos, venganzas crudelísimas,
amistades férreas y falsas identidades. Además, la historia utilizará con
acierto varios mecanismos de analepsis y prolepsis, amén de una documentación
exhaustiva (vestimentas, política, transportes, ciencia), que Mallorquí usa sin
abuso y que impregna la novela sin otorgarle escandalosos brillos de charol.
Moviéndose
con igual elegancia en el salón de baile de unos marqueses que en las lóbregas
dependencias de un orfanato; dibujando con análoga precisión a un mayordomo
dipsómano o a un periodista inescrupuloso; reproduciendo con idéntico rigor
tanto el lenguaje de una envarada institutriz como el de un raterillo de poca
monta; César Mallorquí vuelve a demostrar que es el rey de la novela juvenil
española. Y lo hace con una narración compleja, tentacular y poliédrica, en la
que nunca cae en simplismos (ni lingüísticos ni formales) para adular al lector
indolente. Sirva como ejemplo la manera sinuosa pero eficacísima de la que se
sirve para dibujarnos el alma de Sebastián Dax, cuyos meandros nos irán
sorprendiendo, página tras página, hasta el final de la obra.
Eso
es quizá lo que más me gusta de sus propuestas: que no trata de forma
paternalista a su público, juzgándolo limitado en léxico o en psicología. Sus
historias, siempre magistrales en su desarrollo y en su construcción narrativa,
son musculosas, densas, esféricas. Y nosotros, desde el otro lado, las
escuchamos embobados. Como tiene que ser.
Lo dicho: el Rey.
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