Tras
una experiencia no del todo satisfactoria con Carme Riera (leí y reseñé aquí su
obra El verano del inglés, que me pareció un volumen para pasar el rato
y poco más), he decidido volver a intentarlo con El hotel de los cuentos.
Para mi alegría, he descubierto bastantes relatos que me han dejado buen sabor
de boca, bien por sus toques de humor, por su construcción narrativa, por su
final espléndido o por la elegancia con la que la escritora crea y conduce a
sus personajes. Me siento muy feliz de este giro positivo. Suelo conceder una
segunda oportunidad a todo aquel escritor al que, habiendo leído elogios sobre
su obra y habiéndome adentrado en ella, no he terminado de encontrarle la
brillantez en la primera aproximación. Siempre pienso que la culpa puede ser
mía o de las circunstancias de esa lectura inicial.
En
El hotel de los cuentos (Alfaguara) he conocido a una mujer que se
excita con la voz telefónica de un hombre desconocido (“As you like, darling”);
he escuchado la historia del escritor que, sabiéndose limitado, decide casarse
con una autora famosa para ser “famoso consorte” y que, no consiguiendo su objetivo,
opta por otra solución más drástica y divertida (“La seducción del genio”); he
avanzado con una sonrisa, y finalmente con los ojos muy abiertos, por las
cartas de amor de una adolescente (“Querido Thomas”); he sentido ternura por la
ingenuidad casi delibesiana de un anciano que responde con todo el candor del
mundo a las cartas comerciales que recibe (“Letra de ángel”); no he podido
evitar un gesto de desdén ante el tipo (putero e imbécil) que protagoniza “La
novela experimental”; he aplaudido en cada párrafo de “Que mueve el sol y las
altas estrellas”, por su fina textura psicológica y su elegante cierre; y me he
mostrado conforme con el espíritu que preside el relato “El alma de Moncho”,
uno de los últimos del tomo.
El hotel de los cuentos y otros relatos de neuróticos me ha deparado dos jornadas preciosas de literatura; y eso me hace feliz. Seguramente mi primera incursión en la prosa de Carme Riera empezó por el lugar equivocado. Nunca es tarde para rectificar.
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