domingo, 20 de febrero de 2022

El arte de la resurrección

 


Dos figuras principales (y un paisaje) constituyen la médula de El arte de la resurrección, la novela con la que el chileno Hernán Rivera Letelier obtuvo el premio Alfaguara del año 2010. La primera es Domingo Zárate Vega, un alunado estrafalario que, después de la muerte de su madre, dio en considerarse la nueva encarnación de Cristo en la Tierra y, en virtud de esa convicción, comenzó un largo apostolado por los diversos pueblos del país, donde pregonaba su palabra divina, ofrecía consejos sobre todo tipo de hierbas medicinales, esparcía aforismos ñoños o mentecatos y entregaba folletos con sus irrisorias sandeces. Ese fervor místico no impide que se declare profundamente afecto a las “ancas mundanales” de las hembras dadivosas y que, en su ausencia, recurra a feroces masturbaciones en plena naturaleza. De forma casi unánime se lo conoce como El Cristo de Elqui. La segunda figura protagonista es Magalena Mercado, una mujer hermosa que ejerce la prostitución en la salitrera conocida como La Piojo, un lugar dejado de la mano de Dios, donde las cabezas hierven bajo los rayos solares y donde nadie entiende muy bien que desempeñe su oficio justo al lado de una talla de la Virgen María. Esta mujer de fe inquebrantable y largueza carnal tiene que ir apuntando sus servicios en una libretita, dada la escasez de dinero de los pobres trabajadores de la zona. Y el tercer protagonista, como arriba he señalado, es el paisaje: el puro y duro desierto chileno, la inmisericordia de sus días infernales y de sus noches gélidas, la vegetación casi inexistente, la avaricia de unos empresarios gringos que han convertido aquel secarral en una fuente de la que esperan extraer hasta la última gota de riqueza, las aves carroñeras que sobrevuelan su extensión pobre.

Ahora, con esos tres elementos bien presentes, imaginen que el desquiciado predicador (que existió en la vida real) concibe la peregrina idea de convencer a la prostituta para que se convierta en su María Magdalena, y parta con él en su tarea evangelizadora. Ni corto ni perezoso, cruza el desierto para encontrarse con ella en la salitrera y explicarle su plan. Derrotado por las asechanzas de un entorno hostil, asaeteado por las incomprensiones y las burlas, el Cristo de Elqui llegará a la triste conclusión de que “este mundo estaba al borde de la perdición cuando los malos servían de ejemplo y los buenos de mofa” (p.165).

El arte de la resurrección es una novela de gran fuerza expresiva y desarrollo perfecto, que se tiñe al final con los colores siempre amargos del fracaso y de la melancolía; y que absorbe magistralmente las influencias literarias de Juan Rulfo o Mario Vargas Llosa. Espléndida.

1 comentario:

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

La leí hace unos años, fue un regalo que al principio me desconcertó un poco. No terminaba de entrar en la historia. La dejé. Sin embargo, unos meses después, tranquilamente, sin prisas, sin relojes, la recomencé (o la resucité) y mis impresiones fueron muy distintas entonces.
Me encantó. Me gustó muchísimo.

Me alegra verla de nuevo, y verla por aquí.
Besitos.