Dos
figuras principales (y un paisaje) constituyen la médula de El arte de la
resurrección, la novela con la que el chileno Hernán Rivera Letelier obtuvo
el premio Alfaguara del año 2010. La primera es Domingo Zárate Vega, un alunado
estrafalario que, después de la muerte de su madre, dio en considerarse la
nueva encarnación de Cristo en la Tierra y, en virtud de esa convicción,
comenzó un largo apostolado por los diversos pueblos del país, donde pregonaba
su palabra divina, ofrecía consejos sobre todo tipo de hierbas medicinales,
esparcía aforismos ñoños o mentecatos y entregaba folletos con sus irrisorias
sandeces. Ese fervor místico no impide que se declare profundamente afecto a
las “ancas mundanales” de las hembras dadivosas y que, en su ausencia, recurra
a feroces masturbaciones en plena naturaleza. De forma casi unánime se lo
conoce como El Cristo de Elqui. La segunda figura protagonista es Magalena
Mercado, una mujer hermosa que ejerce la prostitución en la salitrera conocida
como La Piojo, un lugar dejado de la mano de Dios, donde las cabezas hierven
bajo los rayos solares y donde nadie entiende muy bien que desempeñe su oficio
justo al lado de una talla de la Virgen María. Esta mujer de fe inquebrantable
y largueza carnal tiene que ir apuntando sus servicios en una libretita, dada
la escasez de dinero de los pobres trabajadores de la zona. Y el tercer
protagonista, como arriba he señalado, es el paisaje: el puro y duro desierto
chileno, la inmisericordia de sus días infernales y de sus noches gélidas, la
vegetación casi inexistente, la avaricia de unos empresarios gringos que han
convertido aquel secarral en una fuente de la que esperan extraer hasta la
última gota de riqueza, las aves carroñeras que sobrevuelan su extensión pobre.
Ahora,
con esos tres elementos bien presentes, imaginen que el desquiciado predicador
(que existió en la vida real) concibe la peregrina idea de convencer a la
prostituta para que se convierta en su María Magdalena, y parta con él en su
tarea evangelizadora. Ni corto ni perezoso, cruza el desierto para encontrarse
con ella en la salitrera y explicarle su plan. Derrotado por las asechanzas de
un entorno hostil, asaeteado por las incomprensiones y las burlas, el Cristo de
Elqui llegará a la triste conclusión de que “este mundo estaba al borde de la
perdición cuando los malos servían de ejemplo y los buenos de mofa” (p.165).
El arte de la resurrección es una novela de gran fuerza expresiva y desarrollo perfecto, que se tiñe al final con los colores siempre amargos del fracaso y de la melancolía; y que absorbe magistralmente las influencias literarias de Juan Rulfo o Mario Vargas Llosa. Espléndida.
1 comentario:
La leí hace unos años, fue un regalo que al principio me desconcertó un poco. No terminaba de entrar en la historia. La dejé. Sin embargo, unos meses después, tranquilamente, sin prisas, sin relojes, la recomencé (o la resucité) y mis impresiones fueron muy distintas entonces.
Me encantó. Me gustó muchísimo.
Me alegra verla de nuevo, y verla por aquí.
Besitos.
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