Ha sido
él quien ha llamado por teléfono a una mujer a quien no conoce; pero con labia
incombustible está consiguiendo que los minutos pasen sin que ella llegue a
colgar el aparato, aturdida o embaucada por su verborrea. Dice llamarse Armando
Duvalier (imposible no pensar en el Armando Duval de La dama de las camelias),
cazador de leones; y afirma que, recién regresado de su última cacería en
África, se encuentra por unas horas en la ciudad y no ha querido desaprovechar la
ocasión de llamarla, como hizo tres meses antes, para contarle cómo le ha ido.
En su increíble y poliédrico monólogo (al que la mujer asiste poco menos que
muda), se las ingenia para terminar conduciendo siempre el parlamento hacia
temas directa o indirectamente sexuales (el tamaño del clítoris de las hienas,
el león al que abatió mientras cubría a una hembra, sus “largas caricias
solitarias” mientras es observado por los monos), que trata de barnizar siempre
del más tronado de los romanticismos (considera que ella es una princesa que
tal vez se encuentra anhelante ante la inminente aparición de un príncipe
azul).
En un
momento de debilidad, sinceridad o descuido, el cazador de leones alude a esos
hombres gordos y con varices que viven en silla de ruedas y que alimentan su
fantasía a base de libros, pero de inmediato se rehace diciéndole que él no es
así, porque es rubio y le faltan unos milímetros para llegar a los dos metros,
amén de ser un hombre que practica la equitación, a la que se aficionó de niño en
el castillo de sus padres. No hay límites para su fantasía (pues dice haber
renunciado “a ese veneno que se llama sentido común”), hasta que él reconoce
sin pudor que, si ella quisiera, podría convertirse en la “única leona” a la
que querría abatir. Y que si viviera con él comprendería la grandeza y la
belleza de la imaginación… Llegados a ese punto del delirio, ella le pregunta
si se droga y comienza a señalar algunas contradicciones en las que “Armando
Duvalier” ha incurrido. Entonces, comienza a crecer la agresividad del hombre,
quien le responde que “si usted cree que le estoy mintiendo y, a pesar de eso,
continúa pegada al teléfono, no tendré más remedio que suponer que es usted una
pobre mujer vencida por la soledad que no quiere dejar pasar la menor
posibilidad para entablar relación con el primer hombre que le dirige la
palabra… Supondré, incluso, que es una muchacha bastante entrada en años (al
borde tal vez de la menopausia), que no ha tenido nunca la dicha de verse
reflejada en los ojos de un hombre”. Y cuando comienza a revelarle detalles de
sí mismo (como que fue un niño hiperprotegido o que tiene seis dedos en cada
mano), el lector habitual de Javier Tomeo ya sabe con qué otra novela suya
relacionar al protagonista.
Libro ameno, de intensas curvas de subida y bajada, donde descubrimos hasta qué punto la soledad y la incomunicación pueden conformar criaturas peculiares. Y, como siempre, la envolvente prosa del escritor aragonés. Para qué más.
1 comentario:
Estaba perpleja leyéndote, por un momento pensé que nos habías puesto un fragmento del libro. Me has llevado dentro de la historia.
Ahora no puedo decir que no.
Besos.
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