En el año
2003, la editorial sevillana Renacimiento publicó El legado de Hamlet, que firmaba Ángel Paniagua y que constituía un
libro de imágenes crepusculares, de noches que se apagan y que resulta inútil
prolongar hasta las luces balbucientes del amanecer. Es un tomo donde se nos
habla de madrugadas febriles, que se niegan a la conformidad de la clausura y
que buscan prolongarse espuriamente, insensatamente. Pasó la alegría del
alcohol y nos quedan sus cenizas calcinadas (“Cuanto ardió y fue ventura hoy
parece / no estar aquí”, p.17). La vida, que tantas promesas susurró en
nuestros oídos, se ha encogido en una indolencia derrotada, abúlica, muelle
(“Suena el timbre dos veces, y la vida, / tumbada en el sofá, se niega a
abrir”, p.19). Eso es todo. Nos ha abandonado el entusiasmo; hemos descubierto
que, aunque queríamos agotar las mieles del presente, éstas se nos han vuelto
arena entre los dedos. Lo decía Julio Cortázar: “Es la conclusión inevitable,
haber querido tanto de la vida, buscarle todo su sentido, y descubrir que vamos
derecho a un montón de fósforos quemados”.
Hamlet,
príncipe de la duda, es de igual modo el príncipe de la decepción. Por eso, el
poeta constata con amargura que estamos “aquí, a sólo un paso / de nada
diferente” (p.23); y que los demás son, en buena medida, unos personajes
extraños que nos rodean y no pueden darnos las respuestas que necesitamos (“No
es difícil saberse humano. […] Lo difícil es hablar con los otros, preguntarles
por qué no hablan”, p.79).
1 comentario:
A este paso necesito diez cuarentenas más 🙄🤫😁
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