Nathaniel
Hawthorne tuvo, durante los sesenta años que vivió (1804-1864), tiempo de sobra
para escribir volúmenes de narraciones cortas (Cuentos dos veces contados), novelas inmortales e incluso adaptadas
con éxito al cine (La letra escarlata),
historias para niños (La silla del abuelo)
y hasta una biografía (Vida de Franklin
Pierce). Posiblemente, la educación calvinista que recibió y la pronta
orfandad de padre (Nathaniel contaba cuatro años cuando se quedó sin él) lo
convirtieron en una persona reconcentrada, solitaria, que sólo halló la
felicidad en su familia (su esposa Sophia y sus hijos Una, Julian y Rose) y en
sus labores literarias. Pero quizá lo que más llama la atención de su obra no
son estrictamente los libros que escribió, sino las abundantes colecciones de
“semillas” que recopiló en sus cuadernos: una serie de apuntes donde esbozaba
una idea, un argumento, un propósito narrativo, para desarrollarlos después.
En esa
línea se inscriben estos Cuadernos
norteamericanos, que el sello Belacqva publicó hace unos años con un
excelente estudio previo de Eduardo Berti, en el que nos dice que estamos ante
unos reveladores apuntes “repletos de invenciones a destiempo” (p.24), y donde
pueden descubrirse intuiciones que ahora podemos leer, desarrolladas por otros
autores. “Un cuento donde el personaje principal siempre parece a punto de
entrar en escena. Sin embargo, jamás lo hace”, anota en la página 140,
anticipándose al célebre Esperando a
Godot, de Beckett. “Una moneda de oro es considerada como una suerte de
talismán”, escribe en la página 121, presagiando el zahir borgiano.
Estos
apuntes rozan muchos territorios, lo que convierte la lectura en un auténtico
placer: Nathaniel Hawthorne propone relatos con delimitación espacial curiosa
(“Desarrollar un cuento o una escena dentro del círculo de luz de una farola
callejera”, p.40); o se aproxima a los temblorosos terrenos que bordean la
metafísica (“Al despertar nos alegramos a menudo porque así escapamos de un mal
sueño. Tal vez ocurra lo mismo con el instante que sigue a la muerte”, p.57); o
nos desliza un argumento que podría servir para una novela esotérica o para un
cuento amargamente irónico (“Unos paseantes encienden un fuego sobre el monte
Ararat con los vestigios del Arca”, p.100); o simplemente apunta una
posibilidad, tan inquietante como nebulosa (“Una carta, escrita hace un siglo o
más aún, pero que nunca fue abierta”, p.65).
Estamos,
pues, ante el baúl rico y esplendoroso de un creador al que las invenciones le
brotaban tumultuosamente, y que se veía obligado a consignarlas de forma
sinóptica, con fidelidad notarial, para recordarlas más adelante. Quizá su
objetivo era convertirlas luego en relatos, novelas o historias infantiles.
Quizá lo que pretendía es que las convirtiésemos nosotros. En todo caso, Cuadernos norteamericanos constituye una
oportunidad espléndida para escuchar los argumentos embrionarios de Nathaniel
Hawthorne, uno de los escritores más notorios y fértiles de su tiempo.
1 comentario:
Guardo cariño a este libro porque me trae buenos recuerdos de épocas universitarias y sobre todo del Catedrático que me descubrió el maravilloso mundo de la escritura 😥 me emociono y todo.
Besitos 💋💋💋
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