Leí por
primera vez a Joan Margarit hará cosa de quince años, por consejo de mi amigo
Pepe Colomer, que además me prestó aquella delicada edición bilingüe, cuyo
título lamento no recordar; y me subyugó su dicción lírica, la forma serena,
fluida, eficaz y hermosa en que trasladaba emociones a mi mente. Hoy lo
incorporo a mi blog gracias al tomo Edad
roja, que está lleno de árboles que se deshojan, de restos de lluvia, de
músicas de John Coltrane y de Chet Baker, de sonidos producidos por “la sonora
senectud del mar”, de serenidades lánguidas, de reflexiones sobre el paso del
tiempo y de amor. Pero no de un amor exaltado, febril o palpitante, sino un
amor reposado, sereno y sabio, que da sentido a la vida y la completa de
matices.
Llegamos
a la edad roja en que el tobogán de la vida se vuelve vertiginoso, y saber que los
versos hermosísimos de Margarit nos acompañan es todo un lujo.
“Nos
vamos adentrando en la edad roja / y, mientras tanto, avanza por las horas / la
sombra silenciosa de una vida / que nunca habremos vivido”, dice el poeta de
Sanahuja, quien en estas páginas reflexiona lentamente sobre el paso de esas
horas (“Amor y tiempo: el tiempo nos habita / como arena del río que, despacio,
/ va cambiando la forma de la costa”), sobre la imposibilidad del retorno
(“Sólo un fugitivo vuelve al lugar / donde ya nunca le esperará nadie”) o sobre
la poesía que se esconde en las cosas cotidianas (“el resplandor de joya falsa
que tienen los semáforos”). Y lo hace en unos versos que se mecen con lentitud
de barcas y que susurran en los oídos del lector una música tenue, tranquila,
melancólica.
Leer a
Margarit es como estar sentado en un sillón cómodo y contemplar la lluvia al
otro lado de los cristales.
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