Finales del verano de 2018. Buen momento para releer los
relatos del volumen De grillos y de
umbrías, de Paco Ros, que cumplen la antigua mayoría de edad de los
veintiún años (Mula, 1997), y qué puedo decir, si es como si tuviera a Paco
delante mientras los recorro.
En estas páginas de orfebrería y luz me encuentro al mejor
técnico en lluvias que conozco, al mejor ingeniero de la nostalgia y al muñidor
delicadísimo de la prosa, que sale de sus manos como sale el agua cristalina de
una alfaguara para decir de una muchacha delgadita que “está como desnatada”
(p.27); para producir frases tan bella y literariamente ambiguas como ésa en la
que dice que “algunos fuman y hablan las estrellas chispean en el cielo negro”
(p.28); para sorprendernos con hallazgos líricos como el que encuentra
observando “el atardecer en el cemento de las aceras” (p.37); para deleitarnos
con su mixtura poética, al referirnos que ha visto “una calle estrecha y blanca
con geranios y albañiles” (p.38); o para activar nuestro asombro cuando nos
reproduce de modo inmejorable las cien conversaciones que se cruzan y
confunden, en el guirigay de un bar (p.41).
No me canso de abrir las hojas de sus libros de vez en cuando,
para que la brisa de la mejor literatura cruce mi despacho. No me canso de su
infinita enseñanza metafórica. No me canso de considerarlo un maestro. “Luisa
ha muerto”, “Barro entrañable” o “Caelum caeli” dan fe de la genialidad del
autor.
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