Yo no
creo que Pablo Neruda sea el mejor poeta sudamericano, ni el mejor poeta del
siglo XX, ni otras fórmulas que he leído sobre él. El error, me parece,
consiste en considerarlo “poeta” en sentido tradicional. Neruda es, más bien,
una fuerza de la naturaleza, algo imposible de medir con instrumentos
convencionales, un ciclón, un maremoto, un seísmo, una tormenta tropical.
Neruda tiene ojos de demiurgo, dedos de alfar, imágenes que le chisporrotean en
la mente y, quizá, con el permiso de Borges, las mejores adjetivaciones del
idioma.
Esto se
advierte también en sus Odas elementales,
un proyecto de sencillez formal mentirosa donde burbujea un lirismo impactante
y donde el escritor, alejado de los temas e imágenes más frecuentes, nos habla
de cebollas, caldillos de congrio, molinos, fogoneros, tomates asesinados,
barro, frascas de vino, castañas o panaderías. Es decir, otorga entidad lírica
a todo lo mirado, demostrando que la poesía surge del ángulo de la
contemplación, y no de la existencia de presuntos “temas” poéticos.
A través
de un catálogo alfabético deslumbrante, que se inicia con el aire y acaba con
el vino, el chileno nos propone su lección de optimismo (“No sufras / porque
ganaremos, / ganaremos nosotros, / los más sencillos, / ganaremos, / aunque tú
no lo creas, / ganaremos”) y nos explica la condición vital de sus
composiciones, extraídas de la contemplación de su entorno (“Mis poemas / no
han comido poemas, / devoran / apasionados acontecimientos, / se nutren de
intemperie, / extraen alimento / de la tierra y los hombres”). Además, desafía
a la pobreza, negándose a que siga extendiendo sus garfios entre los seres
humanos; desafía al mar, al que amenaza con arrebatarle los alimentos por la
fuerza; o desafía a la tristeza, negándole el paso a su casa. Y, por supuesto,
nos deja sus versos de amor, tan bellos como inmortales (“Mis ojos se han
gastado en tu hermosura, / pero tú eres mis ojos”).
Al cerrar
el volumen te sientes invadido por una ola que contiene gotas de vigor,
optimismo, felicidad, pureza y hermosura; y sabes que Pablo Neruda te sigue
embriagando, como te embriagó a los veinte años; te sigue gustando, como te
gustó a los treinta años; te sigue convenciendo, como te convenció a los
cuarenta años.
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