Decía
William Shakespeare en una de sus comedias (juraría que en Mucho ruido y pocas nueces, pero no tengo el volumen a mano para
comprobar la cita) que en la vida cambiamos a menudo de gustos y pareceres, y
que esa evolución no tendría que implicar necesariamente ningún motivo de
chanza. En mi caso, reconozco que ese cambio lo acabo de constatar con la
relectura de Marinero en tierra, de
Rafael Alberti.
Cuando lo
leí durante mi adolescencia o primerísima juventud me pareció una solemne
tontuna, repetitiva y con pocos destellos de brillantez. Mucha sal, mucho
marinerito, mucha melancolía precoz… pero poca chicha literaria. Incluso llegué
a decírselo así a mi maestro Francisco Javier Díez de Revenga durante un examen
oral, aunque él tuvo la amable prudencia de no sancionar con una mala nota mis
majaderías de lector primerizo.
Ahora,
releída la obra con más de cincuenta años, advierto las cosas que no pude o no
supe ver hace tres décadas: el buen pulso sonetístico del gaditano, su grato
manejo de los octosílabos, la musicalidad gamberra que a veces introduce en sus
composiciones para rebajar la seriedad del libro, incluso el olor a salitre que
llega a empapar algunas de las páginas. En suma, los detalles que ya iban
anunciando a un poeta vigoroso, proteico, de fino oído para lo culto y lo
popular, y que habría de convertirse en uno de los puntales de la generación o
grupo del 27.
Es
probable que revise otros libros suyos, habida cuenta del grato sabor de boca
que me ha dejado esta aventura.
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