Yo soy
yo, pero (el filósofo José Ortega y Gasset lo esmaltó con tanta sencillez como
exactitud) también mi circunstancia. Es decir, las cosas y personas que se
encuentran a mi alrededor (“circum stantia”), y que me condicionan y modulan.
Pretender que nuestro entorno no ejerce una influencia decisiva sobre nuestras
decisiones o comportamientos es tan ridículo como absurdo. Magdalena, una de
las hijas de Bernarda Alba, explica con amargura que “nos pudrimos por el qué
dirán”; y esa sensación es la que impera de principio a fin en la pieza El gran Galeoto, de José Echegaray,
estrenada medio siglo antes que el drama lorquiano y que se inspira en un
pasaje muy conocido de La divina comedia.
Nos
encontramos allí con Ernesto, joven huérfano que es acogido en su casa por el
matrimonio formado por don Julián (el mejor amigo de su padre) y su bella y
también joven esposa Teodora. Pronto, el ambiente idílico en que viven se verá
perturbado por los comentarios maliciosos de las gentes de la ciudad, que ve en
esta extraña convivencia matices criticables: seguro que los jóvenes se
entienden, a espaldas del bondadoso millonario. Y crecen los rumores, y
terminan llegando a oídos de los protagonistas, que ven sus días alterados por
la marea de fango que crece minuto a minuto a su alrededor, hasta desembocar en
un infierno.
Hay en la
pieza de Echegaray algunos ripios, por supuesto. Y algunas trazas de almidón,
quién lo duda. Y secuencias grandilocuentes que, por su misma ampulosidad,
resultan hoy difíciles de soportar sin risa. Pero también hay un trazo elegante
en el verso, un ritmo bien pautado y delicados instantes de amor o de honor,
que están resueltos con buen criterio.
En suma,
una tragedia que actualmente interesa más por el análisis sociológico que por
sus virtudes literarias, pero que en líneas generales ha soportado bien el paso
de los ciento treinta años transcurridos desde su estreno.
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