Aprovecho
las vacaciones de Navidad para releer (creo que por cuarta vez en mi vida,
además de haberla visto representada por el maravilloso Luis Varela) la obra Tres sombreros de copa, de Miguel
Mihura. Y reconozco que me siguen fascinando su humor absurdo, sus diálogos
disparatados, su ritmo escénico, sus incorrecciones políticas; y que me sigue
conmoviendo también la tristeza honda que late por debajo de estas vidas
ambulantes.
Mihura
nos pone ante los ojos al voluble y timorato Dionisio, que carece de toda
energía para dirigir su propia existencia; y al almidonado don Sacramento, su
futuro padre político, que le dibuja en pocos minutos un horizonte lánguido y
lleno de silencios; y a la alocada Paula, que en el fondo sólo quiere ser una
chica que encuentre al hombre de su vida, para construir una familia con él… Y
con todas esas líneas nos retrata maravillosamente la colisión de dos mundos
antagónicos: en uno reina la alegría; en el otro, la roña. Y Dionisio siente
que tiran de él en las dos direcciones. Paula lo invita a adentrarse por el
sendero de baldosas amarillas, que conduce a playas donde jugar con la arena,
donde reír mirando los ojos de la mujer amada, donde no hay viejos centenarios
con quienes tomar el té; y Margarita le franquea la puerta hacia un cónclave de
salones penumbrosos, en los que tendrá que ser formal, poner cuadros
tradicionales en las paredes y comer huevos fritos, porque las personas de
orden adoran siempre los huevos fritos…
Pero
Paula comprende a tiempo que no sería justo privar a Dionisio de una vida
estable, ordenada, burguesa y con recursos económicos asegurados, así que se
hace prudentemente a un lado y empuja al pusilánime muchacho hacia Margarita.
Si durante buena parte de la obra ha tocado sonreír, ahora toca contener las
lágrimas cuando piensas en el inmenso sacrificio que la pobre muchacha acomete.
Qué
grande, Miguel Mihura. Qué control de la escena y de los personajes. Qué
maestría para construir las emociones de sus lectores y espectadores. Qué valor
para ser distinto.
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