Dice José Luis Martín Nogales en el prólogo de esta
obra que Arturo Pérez-Reverte es un testigo del siglo XX. No es mala
definición, aunque quizá habría sido preferible la de notario del siglo, si no fuera por la insana contaminación leguleya
que el vocablo comporta. Podría haberlo definido también como espectador (con fórmula de Ortega y
Gasset); o podría haberlo dicho con las palabras del griego Platón (en su República), llamándolo “amigo de mirar”.
Pero, en el fondo, se trata siempre de lo mismo: de
una persona inteligente, insobornable y serena, que observa su entorno,
contabiliza tinos y yerros, se formula preguntas y después redacta su opinión
para dejarla asentada y para que otros, llegado el caso, la compartan o la
refuten. Un ser tocado (y utilizo palabras suyas) por “el cáncer inevitable de
la lucidez” (p.89). Lo que ocurre es que estas cosas se pueden hacer de muchas
maneras, y no todas son igualmente respetables: se puede ir de “expertos de
cojones” (p.186), con la soberbia jactanciosa de quienes se consideran en
posesión de la Verdad
(con mayúscula), y cuya única misión en la vida consiste en adoctrinar al resto
de los mortales con las migajas de su sapiencia; o se puede ir (y es la postura
que Pérez-Reverte elige) de “francotirador cabroncete” (p.139), cantándole las
verdades (con minúscula) al lucero del alba, incurriendo con gozo (Dios lo
bendiga por ello) en la incorrección política y disparando con posta lobera
verbal contra quienes han logrado que nuestra vida, nuestro mundo y nuestro
país sean más hipócritas, más injustos y más analfabetos.
Y si para conseguir su propósito hay que molestar a
alguien, pues se molesta; y si hay que meter el dedo crítico en la llaga, pues
se mete. Y no pasa nada, porque Arturo Pérez-Reverte (afortunadamente para sus
lectores y para la salud mental de España) es un articulista de pata negra,
donde confluyen las preocupaciones de Larra, los zarpazos verbales de Quevedo y
el tono perpetuamente rebelde de los insatisfechos. Y que dure.
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