Abrí el volumen Sobre
la felicidad, de Séneca, con doble dosis de expectativas: primero, por
tratarse de una de las obras más famosas del pensador estoico; y segundo,
porque el traductor (y autor de las notas a pie de página) era ni más ni menos
que el filósofo Julián Marías, de quien he leído en los últimos veinte años
media docena de volúmenes, siempre con agrado y aprendizaje.
El arranque del tomo me pareció muy significativo:
Lucio Anneo Séneca explica que todos los hombres desean ser felices, “pero al ir
a descubrir lo que hace feliz la vida, van a tientas” (cap.1). En esa búsqueda
primordial no debemos guiarnos nunca por lo que hacen otros, sino explorar
individual y racionalmente el camino que nos parezca más adecuado (“Perecemos
por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa”,
cap.1).
En su análisis, el filósofo cordobés deja explícita
su opinión sobre las cuestiones sensuales. “El placer” (nos dice Séneca) “es
algo bajo, servil, flaco y mezquino, cuyo asiento y domicilio son los lupanares
y las tabernas” (cap.7). Esa tajante consideración lo lleva a decantarse por
una virtud que, en teoría, proporciona deleite en sí misma.
Y a partir de ese punto, tengo que reconocerlo,
arrugué el ceño y comencé a leer con creciente animadversión sus páginas, que
se me antojaban cada vez más ñoñas, mojigatas e insufribles. Al final, culminé
la lectura entre un mar de bostezos. Es probable que esta pieza (histórica o
filosóficamente) resulte muy nutritiva y calórica para el espíritu, pero a mí me
parece de una intragable aspereza. Un tratado-mojama que pasa arañando la
tráquea.
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