Como apertura de este bienintencionado volumen (que
sirve para cerrar un año de exaltación cervantina), nos explica el gran erudito
Gregorio Mayáns y Síscar que don Miguel tuvo que soportar en vida el oprobio de
la preterición, en todos los planos y por parte de cuantos le rodeaban: “Los
envidiosos de su ingenio y elocuencia le murmuraron y satirizaron. Los hombres
de escuela, incapaces de igualarle en la invención y arte, le desdeñaron como a
escritor no científico. Muchos señores, que si hoy se nombran es por él,
desperdiciaron su poder y autoridad en aduladores y bufones sin querer
favorecer al mayor ingenio de su tiempo. Los escritores de aquella edad
(habiendo sido tantos), o no hablaron de él o le alabaron tan fríamente que su
silencio y sus mismas alabanzas son indicios ciertos o de su mucha envidia o de
su poco conocimiento” (p.13). De ahí que él, enardecido por esa flagrante falta
de sensibilidad, se pusiese en el año 1737 a la labor de componer esta semblanza.
Comienza el valenciano con una investigación sobre el
lugar de nacimiento de don Miguel, y refuta las distintas hipótesis que han ido
llegando a sus oídos (Esquivias, Sevilla, Lucena) con un argumento incontestable:
“Cuando se pruebe la tradición o se exhiba la fe de bautismo, deberemos
creerlo”, p.18. Después, tras examinar con cuidado los escritos del insigne
novelista, Mayáns concluye que Cervantes debió de nacer en Madrid, en el año 1549.
Y después introduce el dato indefinido de que, tras luchar en Lepanto, don Miguel
fue apresado por los moros (“No sé cómo ni cuándo”, reconoce con honestidad).
A partir de ahí, los lectores de estas páginas de
Gregorio Mayáns y Síscar, que son maravillosas, detalladas y aurorales (nadie
advierta repulsa en lo que a continuación escribiré), pueden despedirse de
cualquier otra aproximación biográfica, porque no la hay, al menos en el
sentido en que ahora concebimos los volúmenes de este género: nada se investiga
o descubre sobre su familia, sobre sus estudios, sobre sus trabajos, sobre sus
viajes, sobre sus relaciones en el plano literario, sobre sus anécdotas
sentimentales. Lo que sí descubrirán son abundantes reflexiones sobre las
novelas de caballerías y su nefasta influencia sobre la sociedad del siglo XVII
(nos indica que “malearon más las costumbres públicas”, p.28); afirmaciones
teóricas que hoy difícilmente se sostienen en el plano filológico (“Yo soy de
sentir que entre cuento y novela no hay más diferencia, si es que
hay alguna, que lo dudo, que ser aquel más breve”, p.30); juicios realmente
duros sobre algunos creadores del pasado (califica a Joanot Martorell, Fernando
de Rojas o Giovanni Boccaccio de escritores “ociosos, mal empleados, imperitos,
entregados a los vicios y a la porquería”, p.85); o lamentos de una quejumbrosa
exactitud (“Lo cierto es que Cervantes, mientras vivió, debió mucho a los
extranjeros y muy poco a los españoles. Aquéllos le alabaron y honraron sin
tasa ni medida. Éstos le despreciaron y aun le ajaron con sátiras privadas y
públicas”, pp.50-51).
Mayáns y Síscar enumera también, porque lo anima en
todo momento el deseo de ser justo, los anacronismos o fallos de verosimilitud
que observa en la obra cumbre de Cervantes, de la cual reconoce ser “uno de los
más apasionados” (p.88). Pero se apresura a manifestar que estos lunares en
nada reducen la valía de la novela, ni su condición de brillante sátira, “la
más feliz que hasta hoy se ha escrito” (p.103).
En suma, un ejercicio de literatura analítica y de
ensayismo meticuloso, que viene a derramar luz erudita sobre la inmortal
historia de don Quijote.
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