Oliverio Bertín es un pintor de notable fama y,
también, un hombre maduro de indudable atractivo entre las mujeres. París, en
todos sus niveles, se encuentra rendido a sus pies. Pero su conquista más
notoria es el corazón de la hermosa condesa de Guilleroy, una dama casada que
desde hace algunos años frecuenta su amistad y lo cultiva como amante. Después
de elaborar su retrato, él fue sintiendo cada vez un mayor anhelo de acercarse
a tan bella criatura y, a espaldas del marido, se inició una larga, dulce y secreta
relación. Durante años, ella ha logrado retener la atención sentimental del
artista, convirtiéndose en una de esas mujeres que son “fieles y rectas en el
adulterio, como lo hubieran sido en el matrimonio”.
Pero han transcurrido los años y ha surgido una
novedad entre ellos: Anita, la seductora hija de la condesa, que cada minuto
que pasa aumenta en belleza y se parece más a su madre. La similitud entre
ambas es tan evidente que el pintor “confundía cada vez más a la hija con el
redivivo recuerdo de lo que había sido su madre”, hasta el punto de que la
otoñal condesa, sensata y perspicaz, “se vio oscurecida, destronada,
desposeída”. Comienza entonces un período amargo, que salpica a los dos
veteranos amantes: a Oliverio, porque se niega a admitir este enamoramiento
extemporáneo que su corazón le pregona cada vez con más fuerza y contra el que
quisiera luchar; a la condesa, porque el llanto, las arrugas y la sensación de
la vejez la acechan y perturban, mientras trata de que ninguna de estas
emociones la delate ante los ojos de su marido.
Mi admiración por la narrativa del francés Guy de
Maupassant (1850-1893) es muy antigua y, siempre que el azar me brinda uno de sus
libros, trato de refrescarla dedicándole unas horas de lectura. La elegancia de
su prosa, la música de su lenguaje y, como ocurre en esta novela, la languidez
y la belleza de sus finales, me confirman siempre que he acertado.
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