Si tuviera que elegir una palabra, una sola, para
definir esta novela del malagueño Juan Jacinto Muñoz Rengel, me decantaría por “abrumadora”.
Y les puedo asegurar que la he pensado bien y que he tratado de concentrar en
un único vocablo todo el abanico de matices que este vasto proyecto narrativo
exige. Optar por “excesiva” tampoco hubiera sido una mala idea, pero me retrajo
el matiz despectivo que suele comportar dicho término y que en modo alguno yo
pretendía atribuirle. Porque, en efecto, el volumen que acaba de salir en el
sello Plaza & Janés (El gran
imaginador o la fabulosa historia del viajero de los cien nombres) es, ante
todo, un ejercicio fastuoso de documentación, de lenguaje, de construcción
novelesca, en el que el autor ha invertido una cantidad fabulosa de tiempo para
dotar a sus personajes (que viven en el siglo XVI, no lo olvidemos) de un
entorno religioso, social, indumentario, culinario y lingüístico tan creíble
como minucioso.
El gran protagonista es Nikolaos Popoulos, quien ha
venido al mundo con un cerebro sumamente especial, que le permite expandir su
pensamiento y su imaginación más allá de cualquier límite: puede conocer el
pasado, anticipar el futuro, elaborarse una imagen de los descubrimientos e
invenciones que sorprenderán a los hombres dentro de décadas o siglos,
concentrarse como un monje budista o asimilar idiomas y libros con una
facilidad asombrosa. Un ser inequívocamente borgiano (resulta imposible no
establecer paralelismos con ciertas ideas literarias del genial escritor
argentino) que entrará en relación con la condesa Báthory, legendaria y
sangrienta; con Judah Loew, rabino de Praga al que siempre relacionamos con el
mito del gólem; y, sobre todo, con un jovencito y aún inédito Miguel de
Cervantes, con quien se encuentra en medio del fragor de la batalla de Lepanto.
Pero es que, además de las referencias literarias
(que son notables y están muy bien engarzadas en el texto de Juan Jacinto Muñoz
Rengel), existen también otro tipo de intertextualidades, que irá descubriendo
el lector atento. Así, los cinéfilos sonreirán cuando lean, en la página 148,
que Popoulos vivió en los libros todo tipo de aventuras y que, entre otras
muchas imágenes, “vio naves en llamas más allá de Orán, meteoritos fulgurar en
la oscuridad cerca de la Puerta
de Ishtar en Babilonia”.
No obstante, conviene avisar a los lectores de una
circunstancia básica de esta novela: no está concebida para todos los
paladares. Quienes calibren que se trata de un texto de aventuras o de una
historia de fácil asimilación con la que disfrutar durante un fin de semana
tienen que ser advertidos para que no se llamen a engaño: es tanta la riqueza
de vocabulario que presenta, tan efervescentes sus quiebros temporales, tan
intenso su análisis de otras sociedades, otros paisajes y otras culturas, tan
exigente su sintaxis, que resulta bastante explicable que, en algunos tramos de
la obra, se experimente incluso una cierta asfixia. Se trata desde luego de una
asfixia gozosa, de una especie de ahogo estético stendhaliano, a través del
cual los lectores fortalecen su musculatura intelectual. Pero conviene decirlo
para que los buceadores sepan en qué océano se sumergen. Absténgase los tibios,
los flojos y los que no desean otra cosa que pasear los ojos por “una novela
más”. El gran imaginador no es para
ellos.
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