Estamos fabricados, aunque optemos por ignorarlo,
de melancolía, de hondos naufragios que nos llenan la garganta de burbujas, de
largas heridas por las que nos desangramos en silencio. Pero un día, de pronto,
nos asalta la iluminación y atamos cabos: advertimos un brillo o un juego de
espejos que nos devuelve una imagen inesperada. Y entonces comprendemos quiénes
somos o por qué somos.
Los protagonistas de las historias que reúne el
barcelonés Fernando Clemot en este volumen alcanzan esa revelación en instantes
muy distintos; y adquieren con esa luz una nueva visión de sí mismos o de
cuanto los rodea: ese padre de familia que, después de asistir al parto
múltiple de su perra, recoge a todos los cachorros en una bolsa y se dirige al
río para desprenderse de ellos, a la vez que aprovecha para realizar una
llamada de teléfono indigna (“Canela”); ese juvenil cantante de éxito que,
macerado en su vejez por las decepciones, languidece en el olvido y el
anonimato (“Las orillas del Jordán”); ese hombre que, instalado en un poblado
perdido y apartado de la civilización, intenta que sus habitantes se mantengan
dentro de la pureza natural y alejados del fango turbio de las multinacionales
(“Todos los nombres”); esa mujer que cree contemplar, desde la ventanilla del
ferry en que viaja, los aspavientos desesperados de un hombre que lucha para no
ahogarse (“Pirun onnekas”); o ese huésped curioso, al que le gusta indagar a
través de los indicios que dejan a su paso, quiénes eran las personas que
vivían en los pisos que va alquilando a lo largo del tiempo (“Inquilinos
anteriores”).
Todas las vidas cuyo dibujo adorna estas
narraciones están salpicadas, en mayor o menor medida, por gotas de ternura,
por trallazos de acidez o por la polvorienta pátina que el silencio, la
tristeza y el paso de los años depositan sobre las cosas y seres. De tal modo
que leerlas se convierte en un ejercicio del que emergemos impregnados por esa
aura especial que Fernando Clemot ha definido para ellas. Y, alternándose con
las mismas, páginas donde nos habla de los ahogados y sus peculiares
condiciones, en un equilibrio dinámico que los lectores entienden cuando se
alcanza la conclusión del volumen.
Dueño de un estilo brioso y eficaz, convincente y
poliédrico, el escritor barcelonés consigue repetir la magia de sus anteriores
libros en un tomo cuya lectura yo recomendaría que se comenzase por el final.
Suena paradójico, pero tiene su explicación. Acérquense al breve relato “La
costilla de Adán” y, estoy convencido, les resultará imposible despegarse de la
obra o resistirse a su lectura completa.
Lo he dicho alguna vez y no le temo nada a la
repetición: estamos ante un auténtico maestro.
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