lunes, 5 de diciembre de 2016

La lengua de los ahogados



Estamos fabricados, aunque optemos por ignorarlo, de melancolía, de hondos naufragios que nos llenan la garganta de burbujas, de largas heridas por las que nos desangramos en silencio. Pero un día, de pronto, nos asalta la iluminación y atamos cabos: advertimos un brillo o un juego de espejos que nos devuelve una imagen inesperada. Y entonces comprendemos quiénes somos o por qué somos.
Los protagonistas de las historias que reúne el barcelonés Fernando Clemot en este volumen alcanzan esa revelación en instantes muy distintos; y adquieren con esa luz una nueva visión de sí mismos o de cuanto los rodea: ese padre de familia que, después de asistir al parto múltiple de su perra, recoge a todos los cachorros en una bolsa y se dirige al río para desprenderse de ellos, a la vez que aprovecha para realizar una llamada de teléfono indigna (“Canela”); ese juvenil cantante de éxito que, macerado en su vejez por las decepciones, languidece en el olvido y el anonimato (“Las orillas del Jordán”); ese hombre que, instalado en un poblado perdido y apartado de la civilización, intenta que sus habitantes se mantengan dentro de la pureza natural y alejados del fango turbio de las multinacionales (“Todos los nombres”); esa mujer que cree contemplar, desde la ventanilla del ferry en que viaja, los aspavientos desesperados de un hombre que lucha para no ahogarse (“Pirun onnekas”); o ese huésped curioso, al que le gusta indagar a través de los indicios que dejan a su paso, quiénes eran las personas que vivían en los pisos que va alquilando a lo largo del tiempo (“Inquilinos anteriores”).
Todas las vidas cuyo dibujo adorna estas narraciones están salpicadas, en mayor o menor medida, por gotas de ternura, por trallazos de acidez o por la polvorienta pátina que el silencio, la tristeza y el paso de los años depositan sobre las cosas y seres. De tal modo que leerlas se convierte en un ejercicio del que emergemos impregnados por esa aura especial que Fernando Clemot ha definido para ellas. Y, alternándose con las mismas, páginas donde nos habla de los ahogados y sus peculiares condiciones, en un equilibrio dinámico que los lectores entienden cuando se alcanza la conclusión del volumen.
Dueño de un estilo brioso y eficaz, convincente y poliédrico, el escritor barcelonés consigue repetir la magia de sus anteriores libros en un tomo cuya lectura yo recomendaría que se comenzase por el final. Suena paradójico, pero tiene su explicación. Acérquense al breve relato “La costilla de Adán” y, estoy convencido, les resultará imposible despegarse de la obra o resistirse a su lectura completa.

Lo he dicho alguna vez y no le temo nada a la repetición: estamos ante un auténtico maestro.

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