Los parroquianos que pululan por el bar donde se
sitúa la acción dramática, situado en la zona costera entre Los Ángeles y San
Diego, no pueden ser más variopintos y, a la vez, más parecidos entre sí: una
borracha llamada Leona, que vive en un remolque y que lleva una existencia
trashumante buscando pequeños trabajos esporádicos en salones de belleza de
bajo nivel; un bala perdida que responde al nombre de Bill y que, tras ser
acogido por ella en su remolque hace unos meses, le acaba de ser infiel de la forma
más burda; una zarrapastrosa a la que conocen como Violeta, quien protagoniza
constantes trifulcas con Leona, a la que tiene auténtico pavor; Monk, el dueño
de aquel garito infecto, adornado con luces pobretonas y con un gran pez espada
disecado en la pared; una pareja de homosexuales de paso, que recalan allí
accidentalmente y que se sienten bastante fuera de lugar; Doc, un médico o
presunto médico cuyas facultades hace ya tiempo que quedaron desbaratadas por
el alcohol... Y, de fondo, la presencia invisible de Haley, un hermano de Leona
al que la muerte se llevó en plena juventud.
Este catálogo de náufragos beben y chocan entre sí
en una ceremonia sórdida, en la que se dedican improperios y se lanzan a la
cara sus miserias, mientras fluyen las horas, ajenas a su fracaso. Leona, gran
eje de la pieza, vive malherida por las imágenes de su ayer, que siguen
contaminando su presente (“Es una suerte que te sientas mal del estómago,
porque tu estómago puede vomitar. Pero cuando te sientes mal del corazón, entonces
es terrible, porque tu corazón no puede vomitar los recuerdos”) y trata de
encontrar en algunas de esas imágenes pretéritas, mínimamente gratas, una luz
tibia a la que aferrarse, para no admitir que pertenece sin remedio a la
escoria social (“¿Cómo se sentirá uno cuando no ha tenido nada hermoso en su
vida y ni siquiera sabe que lo ha perdido?”).
Hacia el final de la obra (que traduce Elvio E.
Gandolfo para el sello Losada), cuando una imprudencia criminal de Doc los
invita a disolver el grupo, Leona seguirá imaginando que aún no es tarde, que
aún puede sobrevivir a la ignominia. Como no ha leído a los clásicos españoles,
considera que cambiar de sitio equivale a cambiar de vida. Pobre. Dejémosla con
esa débil ilusión.
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