Dicen que del genio hay que aprovechar hasta las
migajas, porque incluso de sus líneas suprimidas o menores podemos obtener
belleza literaria. Y eso justifica, según opinan muchos, que nos sintamos
impulsados a abalanzarnos con fervor casi religioso sobre sus cartas,
borradores, variantes desechadas e incluso textos arrojados directamente al
cubo de la basura, para conocer hasta los pormenores menos significativos de
nuestro ídolo: sus gustos sexuales, sus fobias cromáticas o sus apetencias
gastronómicas.
Entre los años 1891 y 1904, el escritor ruso Antón Chéjov fue
anotando en diversos cuadernos todo tipo de apuntes (desde sus lecturas hasta
apellidos que se inventaba o le hacían gracia; desde anécdotas de viaje hasta
reflexiones filosóficas; desde perfiles de personajes que utilizaría en futuras
obras hasta fruslerías sobre las mujeres) y, en el año 2010, un acuerdo entre
las editoriales La Compañía
(Argentina) y Páginas de Espuma (España) lanzó al mercado hispanohablante un
volumen donde se ofrecía una selección de estas caudalosas notas del genio de
Taganrog.
¿Y qué es lo que encontramos en este volumen? Pues, fundamentalmente,
un inmenso caudal de líneas banales, que carecen de todo interés literario.
Líneas en las que Chéjov realiza anodinas observaciones de viaje, anota
tratamientos médicos, enumera las horas de sus comidas y cenas, registra
nombres propios que ya no nos dicen nada, esclafa banalidades buenistas de una
ingenuidad sonrojante (“Cuando los ricos den a los pobres
todo lo que les sobra, no existirán ladrones”, p.43) o se deja llevar por una misoginia
sorprendentemente zafia (“Las mujeres asimilan rápidamente las lenguas: hay
mucho espacio vacío en sus cabezas”, p.61). Pero también encontramos, para
equilibrar la balanza, con reflexiones tintadas de un sólido espíritu ético (“Ahora la gente se vuela la tapa de los sesos porque está
harta de la vida o por razones semejantes; en otra época, por haber malgastado
dinero del erario público”, p.24), con aforismos de gran finura psicológica
(“Sólo cuando es infeliz el hombre abre los ojos”, p.159), con simpáticas
normas de etiqueta que trascienden lo culinario (“La buena educación no
consiste en no manchar el mantel con salsa, sino en aparentar que uno no ha
visto nada cuando otro hace algo así”, p.57), con pinceladas de un humorismo
surrealista o hiperbólico (“El suelo
es tan rico que si uno planta aquí un limonero, un año más tarde brota un
coche”, p.142) e incluso algún apunte que Camilo José Cela no hubiera desdeñado
para incluirlo en su Oficio de tinieblas
5: “Cuando sea rico, haré todo lo
posible para tener un harén de gordas desnudas, todas con las nalgas pintadas
de verde”, p.181).
En suma, un tomo heterogéneo, desigual y por momentos
irritante, que sólo conviene recomendar a los enamorados profundos del
malogrado Antón Chéjov, que sabrán disculpar sus zonas de sombra o los bostezos
inevitables que les asaltarán en algunas de las páginas.
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