La vida
suele ser tramposa. No nos permite saber que somos felices hasta que un día,
cuando ya hemos abandonado el territorio mágico y puro de la dicha, nos revela
a destiempo el paraíso en que habitábamos. De tal suerte que la amargura o la
melancolía deberían ser por norma general los sentimientos más frecuentes del
género humano.
María José,
que trabaja como tasadora de arte, recibe una llamada telefónica que la exonera
bruscamente de la blanda grisura del olvido: su amigo Marcos Molina Schulz,
prestigioso pintor de codiciada firma, acaba de suicidarse. Esta noticia se la
comunica Jaime, otro viejo amigo de juventud, que compartió con María José y
con Marcos algunas aulas en la
Facultad de Bellas Artes, borracheras nocturnas, proyectos,
experimentos… y una relación sentimental que los unió a los tres en una
combinación tan apasionada como difícil de resumir.
Moviéndose
narrativamente en dos tiempos (el presente, con los preparativos del funeral; y
el pasado, con la reconstrucción minuciosa de las peripecias de aquellos tres
locos artistas efervescentes, que querían comerse el mundo y que terminaron por
seguir caminos muy distintos), la madrileña Almudena Grandes nos va dibujando
una historia intensa y torrencial, en la que María José nos confiesa que, situada
entre Jaime y Marcos, “no podía escoger entre los dos, no quería, no tenía tiempo para
pensar, ni lo buscaba”. Juntos bebieron, fumaron hachís, asistieron a fiestas,
escandalizaron a amigos y familias y establecieron un combate sordo e invisible
en el que no podía haber ganadores, sino sólo tres derrotas preteridas. Quizá
porque no supieron entender que los corazones son mecanismos que buscan la
exclusividad; quizá porque no fueron capaces de sobreponerse a las envidias
artísticas; quizá porque la vida siempre impone sus tasas, y ellos no pudieron
pagar las suyas sin quedar erosionados o calcinados.
Décadas después
de aquellos días de pasión, la muerte los reúne en un tanatorio con un cristal
separándolos: de un lado, el pintor exitoso, que ha puesto fin a su vida
disparándose en la cabeza; del otro, los dos vértices restantes del triángulo,
llorando, recordando, abrazándose e intentando comprender, deseando asumir,
deseando continuar. Quizá porque no se puede feliz impunemente.
1 comentario:
Mucho me temo que no, no se puede ser feliz impunemente.Muy buena la reseña.
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