martes, 16 de septiembre de 2025

A pedazos

 


Hay circunstancias en la vida que no estamos preparados para encajar. Podemos encajar (qué remedio) la muerte de un familiar o de un amigo, porque aunque resulte dolorosa forma parte de la sustancia de nuestra existencia. Pero ante el accidente nos encontramos desarmados, paralizados, perplejos: esa riada que nos deja sin hogar o, como en el caso del escritor Hanif Kureishi, ese golpe fortuito que te deja convertido en un ser tetrapléjico, incapaz de mover brazos o piernas. De ser una persona que puede realizar sin más reflexión y sin más esfuerzo todas las actividades cotidianas, ahora te resulta imposible caminar, comer, ir al aseo, ducharte, cepillar tus dientes, coger la taza de café, subir una simple escalera, rascarte cuando te pica. A él le ocurrió en una ciudad alejada de su Inglaterra natal (en Roma, concretamente), y eso complicó todavía más sus primeras semanas de atención hospitalaria, que debió cursarse entre personas con las que no se podía comunicar. El escritor de éxito (comenzó a alcanzar fama cuando escribió el guion de la película Mi hermosa lavandería, dirigida por Stephen Frears), de pronto, se convierte en un animalillo desvalido, al que deben asear, al que pinchan heparina, al que ayudan a evacuar mediante digitaciones anales y al que no pueden facilitar ningún tipo de esperanza sobre su recuperación futura. “Mis mecanismos de defensa, el buen ánimo y mi talente bromista no son suficientes para digerir todo esto: el olor a hospital, la desesperación, la incapacidad de aceptar mi situación, la permanente constatación de que soy un inválido. Me hundo en una desesperanza que jamás había sentido en mi vida”, dice con desgarro en la página 94 de estas memorias, que fue dictando a distintos familiares durante el año siguiente a su infortunio.

Ahora, traducido por Mauricio Bach, este volumen terrible es publicado por el sello Anagrama con el título de A pedazos y contiene, además de fragmentos de enorme amargura (“Estoy sufriendo más de lo que merezco”, p.153), otro tipo de anotaciones: aquellas en las que Kureishi reflexiona sobre el estado de la sanidad pública en el Reino Unido, sobre los cambios que ha observado en Europa durante las últimas décadas (“Por desgracia, la batalla por las libertades conquistadas en la década de los sesenta tiene que volver a librarse una y otra vez. A veces tengo la sensación de que hemos retrocedido”, p.102) e incluso líneas en las que advierte la bondad que emana de muchas personas de nuestro entorno, que parecen estar esperando la ocasión propicia para mostrar su cara más admirable (“La historia completa también incluye momentos de armonía, felicidad y la delicia de disfrutar de la compañía de otras personas. La gente desea entregarse a los demás; puede llegar a ser muy altruista. La amabilidad y la bondad no son muy espectaculares, pero están por todas partes”, p.122).

Una lectura intensa y nada angelical, donde Hanif Kureishi nos habla de drogas, de sexo, de mierda, de ideas suicidas, de egoísmo, de dependencia, de ira y de reconstitución, con una dureza que nos obliga a formularnos la más terrible de las preguntas: “¿Qué haría yo, en sus circunstancias?”.

domingo, 14 de septiembre de 2025

El color de los días

 



Siempre he sentido una especial fascinación por los héroes invisibles. Es decir, por aquellas personas a las que, pese a la importancia de su vivir o a la condición egregia de sus logros, rodea un aura de anonimato. Se llaman Juan, Carmen, Pepe, Rosa, Aquilino, Mercedes o José Ignacio. Y rara vez salen en la tele (si es que alguna vez lo hacen), porque no juegan en el Real Madrid, no trabajan como tertulianos sabelotodo, no protagonizan escándalos mediáticos y no posan en la prensa afirmando ser expertos en nada. Son la pura discreción; y eso, hoy, no se aplaude. Son médicos que salvan vidas en el quirófano; son veterinarios que emplean sus días, y a veces sus noches, en la tarea de cuidar a los animales; son barrenderos que cumplen con pundonor y orgullo su tarea higiénica; son policías que no quieren multar, sino ayudar y proteger. Los hay. Son más de los que parece.

Hoy quería hablarles de un tipo especial de esas personas: los viejos sindicalistas que, durante la dictadura, lucharon por libertades que ahora disfrutamos sin que, la mayor parte de las veces, les hayamos agradecido su entrega. La democracia no la trajo a España el rey Juan Carlos, ni la UCD. Previamente, hubo una lucha muy larga, muy ingrata, muy peligrosa, muy silenciada, de gentes que organizaron manifestaciones, recibieron porrazos de los grises, aguantaron bofetadas en la cárcel, imprimieron pasquines que tuvieron que proteger como si fueran alijos de droga, conformaron comités, protagonizaron huelgas terribles, discutieron sobre libros prohibidos y, en general, tuvieron que vivir (ellos y sus familias) mucho peor de lo que merecían. Esa vieja estirpe de luchadores es la que protagoniza las memorias que Juan Serrano publica bajo el título de El color de los días. En estas páginas, explicando su experiencia, el yeclano (que fue sacerdote, y luego pintor, y luego educador, y siempre sindicalista) nos retrata varias décadas de entrega, de amarguras, de oposición al franquismo, de lucha por las mejoras salariales de los trabajadores. Nos habla de su pertenencia a la USO (1970); de aquella breve manifestación en la que apenas pudieron caminar medio centenar de metros, antes de que cargara la policía (1972); de cómo celebró la muerte del dictador bebiendo vino y comiendo acelgas fritas (1975); y, en fin, de las mil asambleas, documentos, charlas y reivindicaciones en las que invirtió su tiempo, pensando siempre en cómo mejorar la vida de sus compañeros.

En ocasiones, el desánimo parece que está a punto de derrotarlo (“Hoy al ver tanto arribismo y cambio de chaquetas, me pregunto si mereció la pena tanto esfuerzo”, p.91); pero pronto se rehace, porque considera que algo quedará de su esfuerzo (“Como el granizo y la helada, que en un instante echan a perder el sudor del labriego, así tengo la sensación de que se han desperdiciado parte de aquellos esfuerzos de nuestra clandestinidad militante”, p.124). Sí, parte de aquello se perdió. Es lógico. Nunca hay victorias absolutas. Pero las personas como Juan Serrano y los amigos que cita en este libro dejaron plantadas unas semillas de luz que, quizá, no les hemos agradecido bastante. Una buena forma de hacerlo puede ser dedicar unos días a leer este libro, donde tantos esfuerzos, tantas lágrimas, tantas horas de entrega se resumen.

Como muestra, me voy a permitir recomendarles de forma especialmente intensa la anotación del 4 de marzo de 2012, donde Juan Serrano reflexiona (con fondo musical de “Te recuerdo, Amanda”) sobre la necesidad de no perder la memoria, de no dejar que nos arrebaten lo que sabemos que sucedió, y quiénes fueron los responsables, y cómo se humilló a quienes estaban en el “lado equivocado”. Si sienten la conmoción de ese texto (raro será que no sea así), acudan al resto del tomo.

Mi aplauso, puesto en pie, lo tiene.

sábado, 13 de septiembre de 2025

La reliquia olvidada

 


Desplacémonos hacia atrás en el tiempo. Muy, muy atrás. No tengamos miedo, porque el viaje será tan mágico como fascinante. Concretamente, vayamos hasta el año 1105. Bajo las ruinas del templo de Jerusalén, los monjes Hugo de Payens y Juan de Vézelay han sido capaces de encontrar dos asombrosas reliquias del cristianismo: la lanza con la que Longinus atravesó el costado de Jesús de Nazaret cuando estaba siendo martirizado en la cruz y el Santo Grial. Esos dos objetos de incalculable poder religioso no podían caer en las manos equivocadas, sino que debían ser protegidos, custodiados, escondidos de nuevo. La copa sagrada fue enviada a un remoto paraje de Escocia; y la lanza, para poder trasladarla mejor, sufrió su fragmentación en dos partes. Una de ellas fue trasladada hasta una isla. La otra terminó siendo escondida en una iglesia de Molina de Segura (Murcia).

Así arranca la trepidante novela La reliquia olvidada, que el escritor Alberto Vicente Fernández nos propone desde las páginas del sello Malbec, y en la cual los lectores tienen garantizadas una buena porción de misterios, sorpresas y aventuras, que incluyen la traición (la forma inicua en que Jacques de Molay es eliminado como cabeza visible de la Orden del Temple en 1307), el soborno (ese pago que garantiza que cierta nave se desvíe de su plan marítimo inicial para que unos monjes puedan desembarcar en una isla misteriosa), el asesinato sacrílego (esa emboscada que nos espera en el interior de una iglesia, y que nos pondrá los pelos de punta), la navegación extrema (para llegar hasta un misterioso punto situado en medio del mar, que los cartógrafos no coinciden en identificar como auténtico), las tumbas que esconden secretos espeluznantes, la espeleología (esa inquietante gruta por la que tienen que adentrarse los protagonistas en el tramo final del libro) o los enfrentamientos contra fuerzas oscuras, tenebrosas, sobrenaturales.

En este viaje terrible, que Alberto Vicente Fernández dibuja con precisión de geómetra y que se desarrolla por tierra, por mar y por el subsuelo, nos las vemos con viejas profecías, con manuscritos polvorientos, con personajes que esconden pliegues inesperados y con algunas (con bastantes) sorpresas. Así que preparen bien sus mochilas, llenen sus cantimploras con agua fresquita, cálcense buenas botas y, sin tardanza, abran la primera página de la novela. Van a pasar unas horas muy entretenidas, zarandeados por una historia absorbente.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La profecía del abad negro

 


Ada Boyle es profesora de literatura y, cuando recibe una invitación para que se incorpore al claustro del Hampton College de Stoney, no se imagina la cadena de acontecimientos que van a confabularse para convertir su estancia en una terrible pesadilla: primero, porque la lluvia y los malos olores que rodean al centro de enseñanza (el cual se encuentra junto a un cementerio) son continuos; segundo, porque su directora (Mrs. Nora Gregson) no es precisamente la persona más simpática del mundo; y tercero, porque la casa donde tendrá que hospedarse es tan antigua como precaria. Pero lo peor no es nada de eso, sino las leyendas que circulan, en voz baja, sobre el misterioso abad negro que hubo en la localidad durante el siglo XIX y que, obsesionado con la idea de vencer a la muerte, se vio envuelto en oscuras ceremonias satánicas.

En principio, Ada no tendría por qué verse influida por esas viejas historias, pero cuando empieza a ver sombras en su jardín durante la noche, cuando descubre con zozobra que el armario de su dormitorio se abre solo mientras intenta conciliar el sueño o cuando depositan en el umbral de su puerta una biblia, su ánimo empezará a flaquear. El miedo empieza a erosionar su corazón. Y mucho más lo hará cuando empiecen a aparecer personas asesinadas, a quienes han arrancado los ojos y han dejado, en apariencia, sin sangre. Con la ayuda de dos enigmáticos chicos de la vecindad (los hermanos Fenton), Ada Boyle comprende que es necesario penetrar en las ruinas de la vieja abadía y bajar al más profundo de sus sótanos, con el fin de neutralizar esa fuerza oscura que amenaza la vida de Stoney.

Aunque se abusa de un cierto rango de vocabulario (palabras como “lúgubre”, “tétrico, “oscuro”, “lluvia” o “niebla” se repiten de forma más bien sofocante), el zaragozano José María Latorre despliega en estas páginas su habitual poderío narrativo, del que ya hemos dado cuenta en esta página con títulos como Codex nigrum (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/09/codex-nigrum.html) o la espeluznante Después de muertos (https://rubencastillo.blogspot.com/2008/02/despus-de-muertos.html). La profecía del abad negro, publicada en 2012, sigue siendo una novela juvenil muy recomendable para quienes amen el terror.

jueves, 11 de septiembre de 2025

El rento

 


En El rento se nos presenta al matrimonio formado por Josefa y Antón, padres de Santa, que deben casi dos años de rento al Mayorajo, circunstancia inhabitual que este tolera porque quiere conseguir la mano de la chica, en una volición que tiene más de posesiva que de amatoria. Antón, atrapado en esta celada más bien angustiosa, de la que ignora los detalles, acata el fatalismo feudal climático, porque no le queda más remedio (“La mesmica puesta e sol c’ayer; mañana, aire, lo mesmo que hoy; y la tierra secándose más ca día… ca ves más dura”, acto I, escena I), pero se rebela orgullosamente contra el fatalismo feudal social, porque considera que este sí se puede subvertir (“¡He nacío emasiäo pronto pa mi manera e pensar! Pero otros vienen a la zaga que se encargarán d’apañarlo”, acto I, escena II). No obstante, la furia incontenida de su rebelión oral se diluye cuando Andrés, el Mayorajo, le pregunta con sequedad altanera si tiene quejas sobre él, porque entonces quien habla ya no es el revolucionario, sino el marido atemorizado, el padre responsable, que vela por su hogar y se traga el acíbar de la humillación: “Yo… yo no”, dice entonces (Acto I, escena IX).

Ese mismo espíritu rebelde es el que Santa, espoleada por el amor, exhibe sin recato para galvanizar a José, con vocablos heredados de su padre: “Que no es bajando la frente y aguantando sin rechistar la carga como el hombre s’indurta; pa argo lleva su arrojo y su coraje drento del pecho” (acto II, escena III). No es, pues, El rento una obra que podamos definir como conformista, sino que más bien es trazadora de nuevos senderos ideológicos, porque los personajes (y bastará un solo ejemplo para entender la cuestión), al contemplar el paraíso de la huerta en las lomas de La Arboleja, con su aluvión de colores y aromas, son conscientes de que tal prodigio ubérrimo tiene muy poco de divino y bastante de laboral: “Anque páece cosa de milagro, ¡es na más que obra de los hombres aquella maravilla de la güerta!” (Acto I, escena II).

Es verdad que durante la mayor parte de sus páginas se produce en la obra una acumulación de electricidad sentimental y social, cuajada de resignaciones y llanto, pero es forzoso reconocer que el auténtico mensaje se revela en las dos escenas últimas, con la descarga catártica de esa electricidad, que se ejecuta a través de las manos de José.

Una pieza dramática que se sigue leyendo con interés, pese al siglo largo que ha transcurrido desde su composición.

martes, 9 de septiembre de 2025

Manual de instrucciones para el fin del mundo

 


Se me acerca mi hijo Álvaro y me invita a subir a un avión, para realizar un vuelo. Yo, que confío en su criterio, subo las escalerillas de forma decidida y, antes de sentarme en mi butaca, descubro que el piloto de la nave es un hombre altísimo que se llama César Mallorquí. Pregunto entonces a la azafata qué nombre tiene el aparato y me dice que Manual de instrucciones para el fin del mundo. La miro con asombro: “¿La segunda parte de La estrategia del parásito?". Ella asiente y me ruega que me abroche el cinturón, porque el viaje va a comenzar. Tragando saliva, y mientras descubro a mi hijo saludándome desde la pista, lo hago.

En ese vuelo descubro millones de cosas, que resultaría imposible resumir aquí, pero de las que puedo darles algunas pistas (sin destripar nada): un grupo de hackers informáticos que se unen para luchar contra la amenaza que supone Miyazaki para la humanidad; un japonés que descubre su parte de culpa en el surgimiento del monstruo; la mafia rusa, que opta por sumarse al combate contra el parásito; refugios perdidos en mitad de bosques; misteriosas instalaciones en las que se almacenan peligros cuidadosamente embalados en cajas de cartón; un laboratorio donde se trabaja con una bacteria apocalíptica; sustos y disparos en mitad de la noche; persecuciones a toda velocidad por carreteras secundarias; y, por si todo eso les resultara insuficiente, el propio César Mallorquí y su esposa Pepa aparecen como personajes protagonistas en la novela… En serio, ¿necesitan más detalles para reservar un asiento junto al mío, en este avión?

Me perdonarán si continúo con mi fijación (y si no me perdonan me da lo mismo: soy terco como una mula): César es el Amo. El Jefe. El Rey. Narra como nadie. Atrapa como nadie. Así que cuando he llegado al aeropuerto y me he bajado de la aeronave, he telefoneado a mi hijo Álvaro y le he preguntado, con la respiración aún alterada, si hay continuación de esta historia. “Sí, papi”, me ha dicho. “Se titula La hora zulú”. He apuntado el título en mi moleskine. Ya tengo mi próxima compra decidida.

domingo, 7 de septiembre de 2025

La agonía de Proserpina

 


“No soy de los que se enrollan con cualquier cosa y no me gusta hablar de lo que suele hablar la gente. No soy como esos tipos que son capaces de pasarse todo el día pegando la hebra sin comprometerse, es decir, sin descubrirnos qué es lo que realmente piensan”. Así se expresa Juan en la página 73 de la novela La agonía de Proserpina, de Javier Tomeo. Y extraigo esa cita porque, en realidad, lo que el personaje parece estar haciendo durante toda la obra es hablar, hablar y hablar, saltando de tema en tema, por más absurdos que parezcan: el número de ventanas del edificio de enfrente, la hidrocefalia de los niños pobres, los números que se resfrían, la forma en que se deshuesa un cordero, la relación entre calvicie y potencia sexual, las cestas de mimbre, el simbolismo cromático de las flores, los sueños, los teléfonos que suenan de madrugada, los francotiradores… Anita, que lo escucha con desconcierto (mientras bebe ron, le hace insinuaciones sexuales o se lía un porro), no sabe muy bien por dónde van los tiros, pero esta novela de madrugada (se desarrolla desde la hora de cenar hasta el amanecer) va poco a poco entregándonos su secreto: Juan está convencido de que ella le ha sido infiel y ha decidido castigarla. Quiere, no obstante, que la mujer lo admita. Quiere oírlo de sus labios. Y todo el juego de las conversaciones absurdas va conduciendo con lentitud hasta ese delta confesional.

¿Forma parte de las novelas espléndidas de Javier Tomeo o, por el contrario, se encuentra entre esos libros que, para decirlo con las palabras de su amigo Ignacio Martínez de Pisón, “se podía haber ahorrado”? Como es lógico, ese detalle tendrá que decidirlo cada persona que lea la obra. Tomeo produce irritaciones y aplausos a partes iguales. Hay que leer la novela para decidir en qué platillo de la balanza nos situamos esta vez.