Con
aquella mala leche que constituía lo peor de su espíritu, Francisco Umbral
definió a Rosa Chacel, en su libro Las palabras de la tribu, diciendo
que era “una bruja cruzada de Mary Poppins”. Y en varios lugares de ese libro
(y de otros) pregonó que se trataba de una novelista artificial, inventada por
Ortega y Gasset. En mi juventud, esas impertinencias extraliterarias del
madrileño me produjeron (ahora me avergüenza reconocerlo) algunas sonrisas,
pero con la madurez me ha llegado la convicción de que los denuestos, si es
necesario exhalarlos, deben estar referidos a una obra; jamás a una persona.
Me
acerco hoy a los treinta sonetos rotundos, impecables, de factura clásica y
resonancia solemne, que la vallisoletana reunió en el volumen A la orilla de
un pozo y que ahora son reeditados por Laura Cristina Palomo Alepuz y el
sello Cátedra, en el espléndido tomo Una firme razón para el deseo. En
ellos se puede encontrar una dicción majestuosa y brillante, mediante la cual,
con tinta marmórea (el soneto tiene mucho de recinto de mármol, pese a que el
juguetón Pablo Neruda lo llamase “casa de catorce tablas”), Rosa Chacel dibuja
espacios de amistad y elogio, para que queden allí ambarizadas las figuras de
algunas personas con las que mantuvo durante años una estrecha relación,
literaria y/o humana (Concha de Albornoz, Rafael Alberti, María Teresa León,
Luis Cernuda, Concha Méndez, Nikos Kazantzakis, María Zambrano). Y lo hace no
solamente con un vocabulario amplio y culto, sino también incorporando rimas de
lujuriosa diversidad (“argentina/endrina”, “brillo/cabritillo”, “borrasca/masca”,
“escorpiones/lecciones”, “arañas/mañas”) y también imágenes muy bellas, como
esa música que, nos dice, se encuentra dentro del pentagrama “en ejemplares
líneas prisionera” (soneto 21).
Me
encantan también muchos de los versos finales, que se quedan vibrando en la
memoria, con sonoridad magnífica. Y en algunos casos con mensajes especiales
dirigidos de forma íntima a la persona homenajeada. Véase cómo le dice a Concha
de Albornoz que “Piso el fantasma que arde en mis desvelos” (soneto 1), cómo le
dice a Rafael Alberti que “¡La vida es gracia y el reír no cuesta!” (soneto 2)
o cómo sentencia ante Luis Cernuda, poeta amicísimo: “Pero es tuyo el secreto
de la noche” (soneto 12).
Estos versos de Rosa Chacel son, en el mejor y más alto sentido de la expresión, “música clásica”. Y como tal creo que deben ser leídos. Ahora, gracias a esta primorosa edición de Cátedra, podemos hacerlo con toda comodidad.






