Leo
la breve obra teatral Huelga en el puerto, de María Teresa León, que
dentro de muy poco cumplirá un siglo. Versa sobre los detalles que rodean la
convocatoria de una huelga en Sevilla, que pretende mejorar la condición de los
obreros y que sufre las zancadillas de la patronal, la cual consigue movilizar
un grupo de esquiroles para torpedearla. Los personajes masculinos son
designados en casi todos los casos por su condición social (obrero, trabajador,
telegrafista, pobre, ministro, vendedor), mientras que las mujeres (qué detalle
más gráfico y más significativo) son designadas más frecuentemente con un
número (mujer dos, mujer cinco). De vez en cuando, la escritora nos deja algún
parlamento más largo y articulado (“¡Qué triste es ser guardia! Saliendo con
miedo de casa todos los días, con la conciencia como los haces del trigo,
apretada con un cordel. Debe saberles la boca a hieles cuando disparan, porque
ellos tienen familia entre los obreros. Están engendrados por la misma sangre
proletaria. No se dan cuenta que van asesinando, deshaciendo a balazos la vida
de sus hijos, y que sus hijos les maldecirán”), aunque la inmensa mayoría de
las intervenciones son rápidas, nerviosas, arrebatándose la voz unas a otras.
Entiendo que la pieza (que fue publicado en la revista Octubre en el año 1933) ha envejecido mal, porque el furor de su espíritu revolucionario no logra combinarse con una formulación literaria digna de aplauso. O no, al menos, desde mi punto de vista. Su tema es muy respetable, claro; pero quizá su condición de “arma de combate ideológica” perjudica su posteridad. Tiene mi admiración, siempre, pero no mis vítores.
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