miércoles, 22 de octubre de 2025

Confesiones de una abuela


 

Dicen quienes han accedido a esa época de la vida (yo aún no puedo formular una opinión al respecto) que la abuelidad es una “tardía y doble maternidad” (con ese sintagma la define Josefina Aldecoa en este volumen), en la cual se han perdido las exigencias y los agobios de la condición de padres, pero se conserva el afán de amar, guiar, acompañar y construir a la personita que, titubeante, crece cada día ante nuestros ojos. Quizá por eso, por la inminencia de mi llegada a ese estado (rozo los 60), he querido leer Confesiones de una abuela, de la leonesa Josefina Rodríguez, que firma sus libros con el apellido de su esposo, Ignacio Aldecoa, de grato y admirable recuerdo.

Con una prosa muy agradable y de transparente fluidez, la autora nos explica que, para ella, la condición de abuela (que le llega a los diez años de morir su marido) no supuso un anuncio de la vejez, sino quizá todo lo contrario: un instante de renacimiento, porque recuperó con esa luz el afán de escribir; y encontró otra persona sobre la que proyectar su amor infinito. Favorecida por su condición de abuela, y exonerada de las exigencias de ser madre, se siente “privilegiada en un papel privilegiado” (p.31). Y nos va contando el proceso de crecimiento de su nieto Ignacio: su aprendizaje del vocabulario, sus primeros pasos, su amor continuo por los animales (llegó a construir un minizoo en casa, con un acceso por el que pretendía cobrar a los niños de los alrededores. “Absolutamente abochornados, los adultos de la casa obligamos al holding empresarial a facilitar de modo gratuito la entrada a los visitantes”, anota la escritora en la página 64), su pasión por el surf, su etapa adolescente de rebeldía y cabello largo, sus reivindicaciones juveniles y, por fin (ahí concluye la obra), su ingreso en la universidad.

“Desdramatizar es en mi opinión una de las misiones más claramente asumidas por la abuela dentro del cuadro familiar”, anota en la página 143. Porque, con la sabiduría existencial que otorga el flujo de los años, “la abuela es un árbitro, una intermediaria ideal entre el niño y el resto de las personas que le rodean: padres, hermanos y maestros” (p.144).

Un libro delicado, luminoso y de lectura feliz.

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