martes, 28 de octubre de 2025

Siddhartha

 


Recuerdo que cuando leí Siddhartha, de Hermann Hesse, me produjo una honda impresión. No es que me gustase, no es que me hiciese pensar: es que me sumió en largas cavilaciones sobre las preguntas que uno, en la adolescencia, comienza a formularse. Me sedujo la paz que desprendía el protagonista. Me embriagó la forma en que contemplaba la existencia, el devenir del tiempo, a sus semejantes. Fue como destapar un frasco de perfume intensísimo y sentir que sus efluvios entraban en mis vías nasales y se trasladaban hasta el cerebro. Sospecho que fueron días en que llegué a sentir cierto misticismo (¿quién, leyendo esta novela, no se ha sentido místico?). Y me imprimió una enorme huella otro detalle al que otros lectores, quizá, no han prestado tanta atención como le presté yo: el silencio. Siddhartha parecía generar a su alrededor una atmósfera de silencio, un aura de quietud, un halo de pausa. También el personaje del barquero Vasudeva participaba de esa magia.

Ahora, cuarenta y tantos años después (qué vértigo), he decidido volver a las páginas de Hesse, temiéndome que la pátina de los años, que nos suele volver escépticos cuando no descreídos, me hiciera descubrir que esta novela ya no me fascinaba. Craso y gozoso error: he vuelto a sentir que mis pulsaciones bajaban al ritmo impuesto por Siddhartha. Ya no soy el mismo, pero el efecto que provoca la historia de Hesse sobre mí no ha variado: me absorbe.

Siddhartha quiere entender(se), quiere saber(se). Y para ello se aventura por los más diversos senderos: el ayuno, la soledad, la renuncia a los placeres; pero tras ampliar su espíritu tienta también los placeres del sexo, de la comida y la bebida, del juego. Llega a tener un hijo con una cortesana. Y concluye sus días convertido en barquero (es decir, en pontífice). La leeré dentro de unos años por tercera vez.

Qué delicia y atemporal narración.

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