Conocemos
la historia, porque llevamos dos mil quinientos años leyéndola y admirándonos
con su fulgor: acabada la guerra de Troya, Odiseo emprende el retorno a casa,
pero la cólera de los dioses y los imprevistos del espíritu humano demoran dos
décadas su llegada a Ítaca. Y tampoco ese momento certifica la paz para el
héroe, porque tiene que enfrentarse a los pretendientes que, como lobos
lujuriosos y dominados por la avaricia, pretenden que Penélope elija a un nuevo
rey entre ellos, sospechando la muerte del padre de Telémaco. Pero lo que nos
propone Jesús Feliciano Castro Lago en su reciente trabajo Reyes de Ítaca
circula por trochas mucho más interesantes que la mera repetición de hechos,
porque nos invita a vivir la acción desde dentro, acercándonos a sus
protagonistas y permitiendo que accedamos a rincones de sus almas que nos
revelan el tesoro de sus emociones: los miedos menos confesables, los fracasos
más callados, los temblores más indignos, las claudicaciones menos esperadas.
Utilizando tríadas anafóricas (tres capítulos que comienzan con las mismas
palabras, en forma de pequeña introducción reflexiva, casi filosófica), el
novelista gaditano imprime a cada uno de esos capítulos un espíritu inequívocamente
poético, que luego completa con una prosa de respiración clásica y de
perfección también clásica, que (re)crea para nosotros un mundo majestuoso y
perdido. Ítaca, Odiseo, Euriclea, Laertes, Calimalía (que luego se convertirá
en Penélope) resucitan ante nuestros ojos con volúmenes y con voz verdadera,
gracias a un asombroso ejercicio (admirable ejercicio) de profundización
psicológica en los diferentes protagonistas del drama, que son diseccionados
con aguda inteligencia y que se convierten desde el principio en figuras humanas,
densas, con aristas y oscuridades, cercanísimas. Se logra así que no los percibamos
como muñecos de guiñol, sino como cráteras cuyo vino debe ser paladeado para
sentir en la boca y en la garganta sus numerosos matices: desconfianzas,
amarguras, ilusiones, abatimientos, altiveces, desacralizaciones, el poder de
la imaginación, las mentiras poéticas de los aedos, la sangre de un tiempo
crudo.
¿Quieren
ustedes un ejemplo de esta prosa? Les facilito unas líneas de la página 113: “La
experiencia le había enseñado que, a veces, cuando las mujeres sufrían,
pronunciaban palabras oscuras como murciélagos, de las que, una vez calmada la
tormenta, se arrepentían y deseaban convertirlas en bulliciosas e inofensivas
golondrinas”. ¿Quieren ustedes alguna secuencia emocionante? Pueden acudir a la
página 229 y leer la respuesta que da Odiseo a su hijo Telémaco cuando este le pregunta
si su aspecto avejentado se debe a algún tipo de disfraz que le han
proporcionado los dioses: “Este disfraz se llama vida”, le dice. ¿Quieren
ustedes alguna secuencia estremecedora? Busquen la forma en que muere el odioso
Hermano y quedarán paralizados. ¿Quieren ustedes un personaje cuyo misterio se
revela en la sección final de la obra? Presten atención a Melesígenes. ¿Quieren
encontrar a otro, cuyo misterio es mucho más insondable, porque su enigma
replica la tristeza lluviosa de Clint Eastwood? No aparten sus ojos de
Forastero.
Y, en fin, para no hacerles perder el tiempo con mis palabras: ¿quieren un libro maravilloso y que les reconciliará con lo más exquisito de la literatura? Busquen Reyes de Ítaca, editado por el sello Tres Hermanas.
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