Nos
encontramos aquí con El calor del hogar, de Vicente Medina, un “poema
dramático” dividido en seis partes, que presenta algunos elementos curiosos y
en el que se modifica radicalmente el tópico del “idilio truncado”. Aquí, el
idilio no es que se trice por circunstancias adversas, sino que ya aparece roto
antes de que comience la acción. Jaime, “labrador acomodado”, ha perdido,
mientras ella daba a luz a su primer hijo, a su esposa Gabriela (desolación
sentimental), y ha de sufrir las asechanzas innobles de sus parientes, que
acuden para rebañar beneficios de ese óbito (desolación familiar). La
escena, para abundar en los tintes melancólicos, se produce en medio del
invierno (desolación climática), y el entorno aparece golpeado por la
nieve, la ventisca y el frío (desolación paisajística). Es decir,
partimos ya de un cuadro abisal, atormentado y aciago, que durante doce meses
no experimentará variaciones (“Ha pasado un año y todo está igual”. Parte
segunda).
Pero
aparecen por ese hogar sin calor un anciano y su hija, que traen de nuevo la
ilusión y las ganas de vivir al espíritu de Jaime, en un doble sentido:
primero, porque el viejo (que pide ser llamado Tomás) es un experto en cultivo
de tierras, y hace prosperar las suyas hasta que admiten sin hipérbole la
etiqueta de “paraíso” (Parte cuarta, escena III); y segundo, porque las
facciones y dulzura de la muchacha (“hermosa, blanca como la nieve, de
expresión angelical”) despiertan en él el amor, y lo hacen reingresar en una
esperanza no exenta de matices alucinatorios o autosugestivos (“A ti, si
quieres, te llamaré… Gabriela”. Parte segunda, escena II). Este cambio, esta
metamorfosis en la vida de Jaime, esta luz que los visitantes le han traído, se
cifra simbólicamente en las acotaciones que Vicente Medina incorpora al texto.
Así, y por utilizar un solo ejemplo, en la Parte segunda precisaba: “Es de
noche”; y ahora, en la Parte tercera, rectifica: “Es de día”.
La
pieza, argumentalmente, sigue siendo deudora de la ingenuidad y también del
maniqueísmo; pero el autor cuida los términos de su discurso para no incurrir
en excesos risibles. Esta atemperación es evidente en la Parte quinta, cuando
unos hombres aclaran que las tierras de los parientes de Jaime no fructifican
porque estos han sido mezquinos con el abono, los riegos y demás necesidades
agrícolas. Se elude así la posible (y temida) referencia a una “maldición
divina”, que tan burda e infantil hubiese resultado.
Otra aportación notable de la obra es la progresión que se advierte en el pensamiento social del archenero. Júzguese por esta frase del prófugo Salustiano: “¡No hay más que dos caminos: o morirte de hambre y ver que se mueren de hambre tus hijos, o robar!” (Parte segunda, escena I). Si Antón cifraba todas sus esperanzas en las mejoras que habría de llegar con el porvenir (El rento, acto I, escena II) (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/09/el-rento.html) y Pilar, más rabiosa, motejaba la paciencia de “el pecao más grande que cometemos tós los probes” (¡Lorenzo!..., escena V) (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/10/lorenzo.html), el labriego Salustiano da el salto definitivo hacia la acción, y se dedica a robar esparto en una sierra del término de Jumilla. En su frase, como se puede observar fácilmente, está contenido el germen de la rebelión instantánea, capaz de subvertir el orden injusto.
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