Releo,
treinta años después de mi anterior visita, la deliciosa obra Un viejo que
leía novelas de amor, del chileno Luis Sepúlveda. Y encuentro en sus
páginas el mismo exotismo seductor, la misma magia literaria, el mismo
deslumbramiento que descubrí en aquella primera lectura, cuando la visita
semestral del dentista Rubicundo Loachamín a El Idilio me permitió conocer a
Antonio José Bolívar, que recibía siempre las novelas que el galeno le
facilitaba para entretener sus horas de viudo (su pobre esposa Dolores
Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo sucumbió años atrás a la
malaria). Y han vuelto también a maravillarme las enseñanzas que extrajo de su
estancia con los shuar (a quienes conocemos más comúnmente como “jíbaros”). Y
he sonreído viéndolo comer y, luego, sacándose la dentadura para que no se estropee
en la boca fuera de su tiempo de servicio. Y he notado un estremecimiento
emocional cuando he vuelto a asistir a su enfrentamiento con la hembra felina
que anda merodeando por el poblado, por culpa de un yanqui imbécil que mató a
su pareja y sus cachorros. Y, sobre todo, he sentido una profunda admiración
por el hombre viejo, sereno, sabio, que ha vivido mucho y que ha aprendido a
respetar las normas del territorio que lo rodea, acompasando su respiración a
ellas para lograr un equilibrio tan armónico como envidiable.
Subrayé en 1995 una frase de la página 60 (“Los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto”). Subrayé otra de la página 62 (“Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez”). Subrayé otra de la página 66 (“El animal de la soledad. Bicho astuto”). Hoy, treinta años después, creo que subrayaría con rotulador rojo todo el libro. Maravilloso.

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