viernes, 24 de octubre de 2025

Un viejo que leía novelas de amor

 


Releo, treinta años después de mi anterior visita, la deliciosa obra Un viejo que leía novelas de amor, del chileno Luis Sepúlveda. Y encuentro en sus páginas el mismo exotismo seductor, la misma magia literaria, el mismo deslumbramiento que descubrí en aquella primera lectura, cuando la visita semestral del dentista Rubicundo Loachamín a El Idilio me permitió conocer a Antonio José Bolívar, que recibía siempre las novelas que el galeno le facilitaba para entretener sus horas de viudo (su pobre esposa Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo sucumbió años atrás a la malaria). Y han vuelto también a maravillarme las enseñanzas que extrajo de su estancia con los shuar (a quienes conocemos más comúnmente como “jíbaros”). Y he sonreído viéndolo comer y, luego, sacándose la dentadura para que no se estropee en la boca fuera de su tiempo de servicio. Y he notado un estremecimiento emocional cuando he vuelto a asistir a su enfrentamiento con la hembra felina que anda merodeando por el poblado, por culpa de un yanqui imbécil que mató a su pareja y sus cachorros. Y, sobre todo, he sentido una profunda admiración por el hombre viejo, sereno, sabio, que ha vivido mucho y que ha aprendido a respetar las normas del territorio que lo rodea, acompasando su respiración a ellas para lograr un equilibrio tan armónico como envidiable.

Subrayé en 1995 una frase de la página 60 (“Los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto”). Subrayé otra de la página 62 (“Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez”). Subrayé otra de la página 66 (“El animal de la soledad. Bicho astuto”). Hoy, treinta años después, creo que subrayaría con rotulador rojo todo el libro. Maravilloso.

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