domingo, 15 de septiembre de 2024

Primeros y últimos instantes de una mañana

 


Siempre (desde que era muy niño y los descubrí por azar, no recuerdo dónde) me han fascinado los caleidoscopios, esos cilindros que, como catalejos de pirata, te puedes apoyar en el ojo para, en el extremo opuesto, descubrir con fascinación una vidriera. No se trata, bien lo saben ustedes, de una vidriera estática, sino de un prodigio que, con el giro lento de la muñeca, va cambiando de textura, va adquiriendo otros perfiles, irradia luces distintas. Resulta imposible explicar esa prodigiosa belleza de colores que se va creando y diluyendo segundo tras segundo, incansable. Está ahí, en algún sitio, en una misteriosa alianza de brillos, en una azarosa combinación de cristales. Y tu ojo la contempla en silencio, entendiendo que debe seguir en silencio.

Algo parecido me ha ocurrido (me ha invadido) mientras avanzaba por las tenues páginas del poemario Primeros y últimos instantes de una mañana, de Jorge Orlando Correa (México, 1992), que acaba de publicar el sello Liliputienses. He visto hojas de árboles meciéndose; he leído las anotaciones que la maestra pone en un cuaderno infantil quizá demasiado fantasioso; he escuchado cómo hablaba de diabetes un padre paulatinamente enflaquecido; he sentido el rugido del coche manejado por una hermana; me ha reconfortado que el más anciano de la familia pueda servir como protección y refugio (“armadura voz de abuelo antibombas”); me ha entristecido recordar que siempre el punto crítico para el niño llega “cuando los adultos dejan de parecer gigantes”; o que a veces, cuando quieres volver a casa, “no hay letreros / ni sobrevivientes / que indiquen el rumbo”; he aprendido un truco explosivo e iconoclasta para contar estrellas; me he quedado mudo ante definiciones tan simples como rigurosas (“Memoria: migas de lo que parece haber sido una galleta”); y he calibrado cuál puede ser la esencia misma de la escritura (“Todos mis poemas son escombros / de lo que en realidad quisiera decir”). Muchos aprendizajes y muchos asombros, que han de ser meditados en silencio, para extraer de ellos la miel última y esencial.

“En este poema hay hectáreas de pastizales”, se lee en la página 57. Con idéntico fervor podríamos pregonar que en este libro hay hectáreas de dolor y poesía: no les llevará mucho tiempo descubrirlo.

sábado, 14 de septiembre de 2024

Un Borbón en el desierto



El tema musical Karma Chameleon, del grupo Culture Club, habla en una de sus estrofas de la dificultad de vender eficazmente una contradicción; y esa tonada es la que se escucha, según nos acota Ignacio Amestoy, durante varios momentos claves de su drama Un Borbón en el desierto, cuya figura central es el monarca Juan Carlos I, al que su esposa Sofía llama “¡Mi camaleón! Dorado, rojo y verde” (que son palabras que, no casualmente, pertenecen a la misma canción, cantada por Boy George). No será necesario, me parece, insistir en el significado de este juego: el niño Juan Carlos, colocado por su padre en manos del dictador Franco y adiestrado en los turbios mecanismos del Poder, va descubriendo la forma en que puede hacerlos suyos, merced a un habilidoso ejercicio de mentiras, alianzas, estrategias y paciencias. De ahí que el dramaturgo vasco utilice también para construir la estructura de la obra teatral el mundo del circo (con su despliegue de acróbatas, trapecistas y malabaristas) y varias escenas de Esperando a Godot, de Samuel Beckett. ¿Qué representa históricamente la figura de Juan Carlos I sino la de un acróbata, un trapecista, un malabarista y un ser paciente?

Traicionar al padre, matar al hermano, engañar al país con sus negocios sucios, disponer de un escuadrón de amantes (los nombres de Ágata Lys, Queca Campillo, Bárbara Rey, Marta Gayá o Corinna Larsen son mencionados sin cortapisas), cobrar bochornosas comisiones por negocios petrolíferos con Arabia Saudí, fomentar transacciones económicas en paraísos fiscales, involucrarse en cacerías de elefantes o ser, él mismo, un presunto elefante blanco son solamente algunos de los ingredientes del explosivo cóctel que Amestoy convierte en una reveladora pieza dramática, que culmina la tetralogía “Todo por la Corona”, donde también se incluyen ¡Adiós, Borbón! (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/08/adios-borbon.html) o El Borbón rojo (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/09/el-borbon-rojo.html).

Muy recomendable para conocer los entresijos de la España en que hemos vivido durante las últimas décadas, sin los maquillajes del disimulo y el servilismo.

jueves, 12 de septiembre de 2024

Muros y vanos

 


Qué inquietantes pueden ser (y cuántas zozobras pueden causarnos) las distopías, sobre todo por el hecho turbador de que nos obligan a interrogarnos acerca de la sensatez o estulticia de los derroteros que estamos trazando (o permitiendo que nos tracen) en el mundo: bastará con invocar el 1984 de George Orwell o películas como Terminator para comprender a lo que me refiero. No resulta aventurado afirmar que el futuro, antiguamente esperado o dibujado con ilusión (porque nos iba a llenar la vida de comodidades y eliminar enfermedades e injusticias), ahora es aguardado con desconfianza e incluso con atisbos de pánico: las tropelías que ejecutamos sobre el medio ambiente y el cáncer de una tecnología aparentemente desbocada ayudan a pintar de negro el panorama.

Pedro Homar, en su contundente novela Muros y vanos (Malas Artes Editorial), explora narrativamente un siglo XXII cuyas luces no son desde luego halagüeñas: el sistema jurídico mundial se ha unificado (Jurditek) y el Estado, amparándose en una hipertrofia demoledora, decide incluso la esperanza de vida de cada ciudadano, dictaminando de forma inapelable quiénes merecen un alargamiento artificial de sus existencias y quiénes, por el contrario, reciben unas amables pastillas suministradas por equipos de asistencia al suicidio. Existen también en ese futuro unos nanodispositivos inhalados que sirven para el control social. Y una red neuronal universal que controla de forma ecuménica a la población. Huelga decir que los que se resisten a ese control sobreviven en guetos extramuros y, como es lógico, quedan excluidos de la prórroga vital. Aparentemente, se está en la verdadera era dorada de la civilización (“Sin fronteras ni ejércitos, sin monedas, sin hambre (¡un mundo sin hambre!). El cambio climático es cosa del pasado, industrias contaminantes ya casi no hay, a nadie le preocupa ya acceder a una vivienda”, p.29), pero resulta inevitable temblar ante los mimbres con los cuales se teje dicha civilización. Mientras tanto, en un lugar bien protegido, se custodia un haiku misterioso, que puede hacer tambalearse los cimientos de ese orden.

Una obra que produce desazón y, sobre todo, vértigo, porque nos abre la mente a exploraciones y futuros que inquietan, que nos centrifugan las neuronas y que, de paso, nos obligan a reflexionar sobre la condición humana (reproduzco una sola cita, extraída de la página 113, que constituye un retrato de primera magnitud en los planos psicológico y sociológico: “Me pregunto si no radicará justo en esto el poder de persuasión de los dictadores, en que los humanos necesitamos que los inhumanos nos guíen. En lo atractivos que nos resultan los planteamientos en claroscuro, y en cómo la ausencia de lo que consideramos debilidades (la duda, la incerteza, la zozobra) ilumina cualquier decisión y nos atrapa. Instintivamente buscamos las carreteras rectas y lisas, las marcas viales bien definidas, franjas negras sobre fondo blanco. Geometría. Claridad pedimos al futuro, y nos abandonamos a quien nos promete un día sin brumas”).

Tan interesante como turbadora.

martes, 10 de septiembre de 2024

El rapto del Santo Grial

 


¿Qué es más deseable: suspirar por la consecución de unos objetivos o alcanzar al fin su cumplimiento? Esa interrogación es la que flota en la base de la novela corta El rapto del Santo Grial, con la que Paloma Díaz-Mas se convirtió en 1983 en una de las finalistas de la primera edición del premio Herralde, convocado por el sello Anagrama. La duda, mucho más intensa de lo que podría parecer en su seca formulación, se convierte en materia narrativa en el mundo crepuscular de Camelot, donde unos caballeros de la Mesa Redonda “que ya eran un poco viejos” reciben de los labios del rey Arturo la sorprendente noticia de que el buscadísimo Santo Grial, por el que suspiran desde hace muchos años, ha sido descubierto por “un centenar de tejedoras presas en el castillo de Pésima Aventura, capitaneadas por una tal Blancaniña” (p.10) y que ahora lo custodian en el castillo de Acabarás. Si logran recuperarlo de allí y traerlo hasta las manos de Arturo, la paz y la felicidad reinarán para siempre en Camelot. La noticia, que debería resultar gozosa, tiene un envés amargo, pues todos son íntimamente conscientes (aunque guarden silencio, porque la gallardía los obliga a guardar las formas) de que si culminan con éxito esa misión su mundo quedará abocado al caos: la caballería se tornará inútil, la milicia perderá sentido, incluso la figura del rey devendrá ociosa. En efecto, ¿por qué habrían de ser necesarios la fuerza, la agresividad o el valor guerrero en un mundo que se remansa en el orden, la concordia y la paz muelle? ¿Qué objetivo tendrían, desde entonces, sus vidas?

Manejando lenguaje y fórmulas narrativas que rememoran el aliento medieval (“bien oiréis lo que dijo”, “muy amena estaba la floresta”, “yo no digo mi canción sino al que conmigo va”), la escritora madrileña va dando forma a un relato irónico y muy inteligente, que se lee con sonriente agrado. Y, por favor, que nadie desdeñe la lectura erótica del texto, que es tan evidente como divertida e intensa (especialmente, el capítulo “En el castillo de Acabarás”).

Convincente.

lunes, 9 de septiembre de 2024

Ecce homo

 


Resulta muy complicado (a mí, al menos, me resulta muy complicado) decidir, tras la lectura de un libro de Friedrich Nietzsche, si lo amamos o lo odiamos, si nos parece deslumbrante por su fulgor o nos repele por su petulancia, porque el autor nos deja bien claro, en todas sus páginas, que él pensó eso antes que nadie, que él pensó eso mejor que nadie, que él pensó eso con implacable rigor y quien no lo comprenda es porque no merece dichas revelaciones. Arduo asunto, porque en cada párrafo sentimos la tensión casi insoportable de tener que profundizar en unas ideas cuya envoltura epidérmica, en ocasiones, produce rechazo por su radicalidad, su desdén, su altanería, su solipsismo. En Ecce homo, que leo en la traducción de Andrés Sánchez Pascual, vuelvo a encontrarme con dicha tensión, a la que me obligo a sobreponerme. Y cualquier lector del filósofo alemán sabe que no resulta nada fácil hacerlo, porque Nietzsche nunca se baja del pedestal, y desde allí nos vocifera con el ceño fruncido; o, en el mejor de los casos, nos contempla con acre escepticismo. Siempre hay en sus palabras una extremada agresividad, un temblor de crispaciones, como si le tuviera que recriminar con fiereza constante a la Humanidad que no esté a su altura (a lo que él juzgaba que era su altura) y que no advierta con nitidez la gloria renovadora de sus libros.

Aportemos algunos ejemplos. Cuando nos habla de Así habló Zaratustra no tiene empacho en dictaminar: “Con él he hecho a la humanidad el regalo más grande que hasta ahora esta ha recibido. Este libro, dotado de una voz que atraviesa milenios, no es sólo el libro más elevado que existe […], es también el libro más profundo” (p.17); cuando valora el conjunto de sus aportaciones al mundo de la filosofía nunca se deja embaucar por la timidez (“Tomar en las manos un libro mío me parece una de las más raras distinciones que alguien se puede conceder”, p.56); cuando reflexiona sobre el idioma en que escribe concluye sin rubor que “antes de mí no se sabe lo que es posible hacer con la lengua alemana” (p.61); cuando evalúa su aportación al mundo creativo literario no se arredra (“He volado miles de millas más allá de todo lo que hasta ahora se llamaba poesía”, p.62); cuando resume la aportación de otros filósofos al ámbito del pensamiento tampoco se deja amilanar por la templanza (“Schopenhauer se equivocó aquí, como se equivocó en todo”, p.68); cuando manifiesta el asco que siente ante las personas creyentes resulta de una contundencia malévola (“Las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas”, p.123)... En fin. Podría seguir apuntando ejemplos durante varias páginas porque, como bien dice el propio Nietzsche de sí mismo, “me gusta desenvainar la espada” (p.73), para dejar nítidamente establecido que “antes de mí, todo se hallaba cabeza abajo” (p.111).

Un libro intenso, de una musculatura hipertrofiada, por el que conviene avanzar con tiento, con cautela, con distancia.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Te lo diré en breve

 


En las primeras líneas del prólogo (o pórtico) con el que Vicente Cervera Salinas bautiza este libro de Zaida Sánchez Terrer llama la atención sobre una fórmula que utiliza la propia autora: la “breve completud” de sus aforismos. Es decir, la condensación extrema, quintaesenciada, casi gracianesca, con la que briega la escritora para alcanzar, con la menor cantidad de palabras posible, el mayor y más pleno de los mensajes. Trescientas ochenta y nueve veces consigue hacerlo en el volumen Te lo diré en breve, que publica la editorial MurciaLibro en formato bilingüe (de las traducciones al inglés se encargan Lara Carrión Borgoñós y James W.R. Rudd). Y ese caudal de inteligencia, precisión y belleza (que el poeta Vicente Cervera consigue vertebrar en su prólogo mediante una taxonomía excelente) nos embriaga de principio a fin, proporcionándonos un variadísimo caudal de felicidades: miradas hacia el pasado, por las que no debemos dejarnos embaucar (“En los recuerdos hallamos las ilusiones; en el espejo, las arrugas”); perspicaces observaciones de orden psicológico (“La noche es el mejor caldo de cultivo para multiplicar las preocupaciones”); emotivas confidencias personales, que muchos y muchas nos atreveríamos a suscribir (“Cuando pienso en mi madre, le agradezco la vida. Cuando pienso en la vida, le agradezco a mi madre”); ambiguas declaraciones, que podrían leerse de varias formas y en varios contextos (“Qué difícil levantarse cada día cuando despiertas en el infierno”); agudas definiciones sentimentales (“La alquimia en el amor se produce después de muchos años de laboratorio”) y cronológicas (“Los abuelos nos recuerdan a los niños que fuimos. Ya no estamos aquí, ni ellos ni nosotros”); asertos donde consigue mezclar humor, política, literatura y religión (“Qué poco se equivocaron Marx y Verne, así en la tierra como en el cielo”); consignas que todos los amantes de la literatura aplaudimos con una sonrisa feliz (“Mis libros favoritos no están en los estantes, están en mi interior”); definiciones tristes (“Los asilos son las terminales para coger el último vuelo”), gozosamente libertarias (“Las mujeres que se asomaban antes a las ventanas ahora están en las calles”) o montessóricas (“Los niños inquietos no necesitan medicación, necesitan árboles”); o, entre otras mil joyerías, algunos dibujos verbales que hubiera firmado con deleite Ramón Gómez de la Serna (“El reloj de arena es un desierto vertical”).

Magnífico trabajo, que se puede abrir por cualquier página y que siempre pasma con el certero filo de la exactitud. Búsquenlo.

sábado, 7 de septiembre de 2024

El Borbón rojo

 


Siguiendo con su aproximación teatral a los últimos Borbones, Ignacio Amestoy se centra en su pieza El Borbón rojo (que edita Fernando Doménech Rico con el sello Cátedra) en la figura de Juan de Borbón y Battenberg, que fue nieto de rey (Alfonso XII), hijo de rey (Alfonso XIII), padre de rey (Juan Carlos I) y abuelo de rey (Felipe VI), pero que jamás llegó a ser investido monarca. Esa sugerente condición histórica, propiciada por el general Franco, lo convierte en una de las figuras más curiosas del panorama político español del siglo XX. Sobre ella vertebra el dramaturgo bilbaíno una visión muy interesante sobre innumerables personajes de España y del resto del mundo, desde Eisenhower hasta Felipe González, pasando por Santiago Carrillo, Indalecio Prieto, Luis María Anson, Truman o el propio Franco. En la larga charla que Juan de Borbón mantiene con el bufón Francesillo de Zúñiga (personaje clave de la tetralogía “Todo por la Corona”) puede observarse varias ideas que lo obsesionan: la primera, que uno de sus hijos lo traicionó, dejándose envolver hasta límites inadmisibles por el dictador gallego. Así, por ejemplo, cuando lamenta el panorama que tiene que afrontar su nieto Felipe VI, “cargado con las hipotecas de los últimos Alfonsos, mis perjuros padres, y de mi hijo doblemente traidor, y tan lujurioso como ellos”. Ese hijo no es otro que Juan Carlos que, protegido ya por Franco, dio muerte a su hermano Alfonso con una escopeta, en un oscuro episodio que el protagonista no duda en resumir con sangrante exactitud: “Caín ha matado a Abel otra vez. Juan disparó sobre don Alfonso, recién comulgado. En Jueves Santo. Para mí, Viernes de Apocalipsis. Juan mata a mi príncipe. La legitimidad es asesinada por el franquismo”. No se puede ser más directo. Ni es tampoco la única referencia bíblica del texto, porque la trayectoria de Juan de Borbón será comparada con la de Moisés (que llegó hasta el límite de la Tierra Prometida, pero no pudo entrar en ella) y se deslizarán, aquí y allá, menciones sobre el Gólgota, citas de san Mateo o alusiones a los Salmos.

Atrevida, deslenguada y mortífera, esta espléndida crónica de Ignacio Amestoy está espolvoreada de nombres del cine, del deporte, de la tauromaquia, de la publicidad y del periodismo, que la convierten en un documento lleno de agilidad, sugerencias y ácido sulfúrico, que conviene leer para ampliar nuestros conocimientos sobre aquel hombre que fue protagonista y víctima, ventrílocuo y marioneta, engañador y engañado; y, también, para conocer un poco más sobre los tejemanejes, componendas, negociaciones y fraudes que condujeron a fraguar la España en la que vivimos.

jueves, 5 de septiembre de 2024

El mapa del tiempo


 

Llevo más de cuarenta y cinco años como lector, devorando todo tipo de obras: desde los iniciales tebeos y novelas de Enid Blyton y Agatha Christie hasta las más hondas reflexiones de Camus, Hrabal o Kundera. Y en esa dilatada experiencia (que espero prolongar hasta el último de mis días, si el infortunio no me acecha en forma de Alzheimer o ceguera) recuerdo pocas obras que hayan capturado tanto mi atención como El mapa del tiempo, de Félix J. Palma, de quien ya les he hablado anteriormente en su faceta de espléndido cuentista en este Librario íntimo (https://rubencastillo.blogspot.com/2010/10/el-menor-espectaculo-del-mundo.html). ¿Y a qué se debe esa fascinación que me ha provocado? Pues a un buen número de factores: primero, el prodigioso despliegue de su imaginación, que ha aplicado a una historia donde personajes reales y ficticios se unen para conformar un relato magnético, en el que resulta punto menos que imposible deslindar qué pertenece al ámbito de lo real y qué no; segundo, los ingeniosos mecanismos narrativos que utiliza (les ruego que, cuando se adentren en su lectura, presten especial atención a la ironía, la solidez y la multiplicación de sus voces, empezando por las del narrador omnisciente); tercero, la musculosa variedad de su léxico, delicado, firme y espléndido, que me produce el deleite de hallarme ante un festín verbal de primera magnitud; y cuarto, la excelencia de sus recursos literarios, que me han llevado a anotar docenas de comparaciones y de metáforas de primer orden. Y todo ello, conviene decirlo con rotundidad, sin incurrir en pedanterías o intelectualismos vanos: al contrario, Félix J. Palma deja que la intriga y la fluidez novelísticas ocupen siempre el centro de atención, pues es consciente de que quien se acerca hasta las páginas de una historia no es sino una persona que quiere ser seducida (o, aun mejor, un niño que quiere ser encandilado). Por eso, inclina ante sus ojos una cornucopia de trucos ingeniosos, de paradojas temporales, de reflexiones, de equívocos, de sorpresas, de retratos impagables, de situaciones taquicárdicas, de nieblas londinenses, de misterios que impregnan los ojos y el corazón. Y la persona que está leyendo va pasando las páginas con los ojos desorbitados y el aliento suspendido.

¿Resumen de la obra? Imposible. Como aquel mapa que comentó el argentino Jorge Luis Borges, la sinopsis tendría que extenderse, para ser justa, hasta las dimensiones exactas del libro. De lo contrario, nos abocaríamos a un texto ridículo, pálido, sin interés. Digamos tan sólo que quien decida sumergirse en este tomo (que nadie se deje intimidar por sus dimensiones: el océano también es vasto, sin dejar de ser fascinante) se encontrará con H. G. Wells, con Henry James, con Bram Stoker, con Jack el Destripador, con varios viajeros temporales, con agentes de Scotland Yard, con crímenes y suicidios, con el Hombre Elefante, con el Londres de finales del siglo XIX, con universos paralelos… Y todo ello (y mil cosas más, que me abstengo de anotar porque no quiero que la embriaguez me conduzca a la descortesía), condensado en un volumen de seiscientas páginas que constituye un prodigio novelístico.

Voy a ser tan claro como políticamente incorrecto: El mapa del tiempo es una puta maravilla, un escándalo de obra. Y ustedes harían gala de una anonadante insensatez si no se apresuraran a comprobarlo inmediatamente.

martes, 3 de septiembre de 2024

El Horla y otros cuentos fantásticos

 


Hay prosas que, sin que pueda precisar en qué mecanismos articulan su magia, me seducen desde la primera vez que las saboreo. Y se trata de prosas que pueden ser muy diferentes entre sí y que, por tanto, se construyen sobre imanes distintos (Umbral, Muñoz Molina, Borges, Palma). Así que, reacio a actuar como filólogo o como cirujano estilístico, me limito ante ellas a frecuentarlas con periodicidad, a gozarlas sin mesura y a recomendarlas con entusiasmo. Por ejemplo, la de Guy de Maupassant, a quien vuelvo a tener entre mis manos con su tomo El Horla y otros cuentos fantásticos, que traduce y anota Juan Bravo Castillo para Austral y que me permite reencontrarme con sus temas favoritos (la vida después de la muerte, los enigmas de la existencia, la hipnosis, el terror, las premoniciones), que tan buen sabor de boca me dejan siempre: una fantasía donde la inquietud del sonambulismo le hace conocer a los misteriosos Invisibles, que se encuentran a nuestro alrededor en el mundo y que tal vez nos manejan o acechan (“El Horla”); relatos que nos remiten a angustias desasosegantes con aromas de Poe (“La mano disecada”); miedos que paralizan sin que acertemos a descubrir la autenticidad o sugestión de los estímulos que los generan (“Sobre el agua”); una humorada más bien macabra, que tiene como protagonista al filósofo Arthur Schopenhauer (“Junto a un muerto”); unos cabellos que pueden convertirse en asombroso objeto de adoración y temblores (“La cabellera”); el hombre que atesora el poder de influir sobre personas, animales y cosas con el simple movimiento de sus manos (“¿Un loco?”); el joven guía de montaña, tras todo un invierno encerrado en una cabaña que está custodiando (a la manera de un Jack Torrance), se adentra por los pasillos de la locura (“El refugio”); fantasías sobre la vida en otros planetas de nuestro entorno (“El hombre de Marte”); o incluso la apertura de puertas a un posible centro donde se asiste a los moribundos para que terminen sus días con dignidad, del modo en que ellos deseen (“La adormecedora”).

Si a esos argumentos fértiles, variados, inquietantes, le sumamos sus ideas sobre nuestro planeta (“Partícula de barro que gira disuelta en una gota de agua”), la noción de la divinidad (“Nuestra concepción del Sumo Hacedor, provenga de la religión que provenga, es la invención más mediocre, estúpida e inadmisible nacida del cerebro atormentado de las criaturas”), la limitación de nuestros sentidos físicos (“¿Adivinaríamos la música sin el oído? No. ¡Pues bien!, estamos rodeados de cosas que nunca sospecharemos, porque nos faltan los órganos capaces de revelárnoslas”) o el suicidio (“Existe en esta vida al menos una puerta que siempre podemos abrir para pasar al otro lado. La naturaleza se ha compadecido de nosotros y no nos ha aprisionado. ¡Gracias en nombre de los desesperados!”) convendremos que nos hallamos ante un volumen interesante y lleno de atractivos literarios, que ha envejecido con mucha dignidad desde su escritura.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Byron

 


“Si Byron fue atractivo, ocurrente, radical, brillante conversador y, también, un brillante poeta, no es menos cierto que también fue cruel, mezquino, amoral, colérico y orgulloso” (p.15). De esa forma tan contundente comienza la biografía sobre Lord Byron que escribe Derek Parker y que leo en la traducción de Rosario León Cuyas, con prólogo de Pere Gimferrer (Salvat, 1985).

Y son numerosas las anécdotas a las que tengo acceso en sus páginas: la continua obsesión que Byron manifestaba por la deformación de su pie izquierdo; el gesto que tuvo en el Trinity College (Cambridge) cuando, “contrariado por un estatuto que le prohibía tener un perro en sus habitaciones, compró un oso amaestrado y lo metió en el colegio” (pp.34-37); el éxito fulgurante y ecuménico que alcanzó entre las damas de su época, que le escribían, le insinuaban citas secretas e incluso se disfrazaban de varón para acercarse a él; los numerosos rumores que lo relacionaban sexualmente con su hermanastra Augusta; su matrimonio más bien artificial e insatisfactorio con Annabella Milbanke; su afición inmoderada a la natación (llegó a cruzar desde el Lido hasta la entrada del Gran Canal de Venecia, permaneciendo más de cuatro horas en el agua); su vinculación con los grupos revolucionarios carbonarios; sus continuas y aparatosas excentricidades (se dice que “cierta vez, al salir de una fiesta, se lanzó al canal completamente vestido y se marchó a su palacio nadando sólo con un brazo; con el otro sostenía una linterna, para advertir a los gondoleros de su presencia”, p.120); que en 1822 se sometió a una rigurosa dieta de galletas y agua carbónica para reducir el peso que había ido adquiriendo en los últimos tiempos; que jamás mostró afecto por los niños (“Los odio tanto que siempre he sentido el mayor respeto por Herodes”, p.152); su fervoroso apoyo a las luchas por la independencia de Grecia (diseñó el casco con el que participaría en el combate), pese a que la mayoría de los grupos insurgentes lo único que hacían era solicitarle dinero; su muerte, provocada por las excesivas sangrías que sus médicos insistieron torpemente en aplicarle; o el modo inflexible en que sus amigos Hobhouse y Murray quemaron, para proteger su buen nombre en la posteridad, el manuscrito donde Byron había consignado sus memorias.

Además, el volumen está enriquecido con un impresionante aparato iconográfico, compuesto por más de ciento cincuenta imágenes de la época (retratos, paisajes, cubiertas de libros, etc), que me ha resultado muy grato contemplar. Un trabajo notable.