En
el corazón de cada madre o padre palpita durante años la ilusión de ver cómo su
hija o hijo crece: es la secuencia lógica. En el corazón de cada hijo o hija
llora la languidez desolada de ver cómo su madre o padre se reduce, se
erosiona, se acerca a la extinción: también es la secuencia lógica. Estas dos
pulsiones polares (el anhelo y el desánimo) se hallan presentes en el delicado
poemario La silla blanca, del que es autora Teresa Vicente y que publica
con exquisitez el sello Balduque, en su colección Sudeste.
Nos
encontramos en sus páginas la crónica minuciosa de una declinación: la que
protagoniza la madre de la escritora (94 años), en su camino descendente por la
escalera de la vida. En unos poemas hondísimos, de brevedad acongojada, la
poeta nos habla de órganos que se van estropeando, piernas que se niegan a todo
movimiento, soledades ubicuas, necesidad de ser cuidada por personas ajenas a
la familia y toda la penosa caravana de dolamas y alifafes (como diría Azorín)
que asaltan a quien se aproxima a la última vuelta del camino. A veces, la
madre mira con ansiedad todos los árboles de su entorno, con gesto inusual. Y
cuando su hija le pregunta qué hace ella responde: “Quiero guardarlo todo en la
memoria, / ya no volveré a verlo” (poema V). A veces, la hija resumirá su
indesmayable vigilancia amorosa (comida, aseo, medicación) en una frase llena
de aflicción: “Al final solo miro si respiras” (poema VIII). A veces, se nos
explicará cómo la anciana decidió amoldarse a la postura yacente, huérfana de
fuerzas (“acostumbrándote a la postura de la eternidad”, poema XVIII). Y todas
las lágrimas, todos los desvelos, todas las rememoraciones, todas las
rendiciones, llegan a su delta en el poema final del volumen, que no puede
leerse sin escalofrío: “Me rompes el corazón / cuando dices: / -¿Ya te vas,
nena? / -Me voy, mamá; / me voy, me llama la vida”.
La silla blanca es un poemario conmovedor, universal y humanísimo, lleno de burbujas de tristeza, que entra por los ojos y se instala directamente en el corazón.
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