Comenzaré
declarando que, como lector, suelo sentir escaso afecto por los prólogos, que
me aburren cuando son encomiásticos (esos escritores que actúan como padrinos
de la criatura recién nacida), me irritan cuando son paternalistas (esos
autores pretenciosos que nos dibujan los carriles por los que debemos conducir,
para un mejor provecho, la inminente lectura de su obra) y me paralizan cuando
son torpes (rasgo estilístico que he descubierto más veces de las que quisiera
recordar). Como es lógico, existen también piezas que, por su brillantez,
escapan a esta taxonomía: aduciré como único ejemplo paradigmático el de Jorge
Luis Borges. Pues bien, el volumen de relatos El testamento de Cervantes,
de la madrileña Elena Prado-Mas, se abre con uno de los prólogos más hermosos y
más brillantes que he leído en mi vida. Lo voy a repetir, para que no se
despiste nadie: uno de los prólogos más hermosos y más brillantes que he leído
en mi vida. Y las nueve historias que se alinean después, para alegría de
lectores, continúan con ese mismo tono de elegancia literaria, que se mantiene
hasta la última página.
Pueden comprobarlo en “El lego”, donde un conocido juego infantil se convierte en la columna vertebral de un relato inquietante, que en sus líneas finales alcanza su apoteosis triste. Pueden comprobarlo en “La capilla de San Isidro”, donde un profesor que está corrigiendo exámenes se adentrará por un sendero imposible, tan turbador como terrorífico. Pueden comprobarlo en “El interfono”, donde un artefacto pediátrico parece conducirnos hacia un territorio paranormal. Pueden comprobarlo, en fin, en historias que nos hablan de miedos atávicos (“La piscina”), de fascinaciones reanudadas (“Arcoíris circular”), de pájaros justicieros (“La cuesta de Moyano”) y hasta de reuniones dominadas por el sentido del humor (“Junta de evaluación”). Y, por favor, por favor, compruébenlo en esa maravilla que cierra el tomo y que pone ante nuestros ojos un episodio centrado en la figura de don Miguel de Cervantes, donde se nos habla de amistad, amor y defensa de la cultura.
Un libro magnífico. Magnífico de verdad. Lleno de literatura auténtica, de la que no envejece, de la que nos hace sonreír y cabecear, de la que permite que la luz entre por la ventana. Memorable.
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