Creo
haber descubierto el motivo por el que mis lecturas anteriores de Gabriel Miró
(La novela de mi amigo, en época universitaria; Figuras de Bethlem,
el año pasado) me habían parecido, si no insatisfactorias, al menos tibias: el
hecho de haber recorrido sus páginas “con demasiada rapidez”. Como lector
habitual de novelas, soy consciente de que tiendo a desarrollar una excesiva
velocidad en mi recorrido por los libros. Y sospecho que en el caso del
alicantino Miró ese vértigo resulta perjudicial para el adecuado disfrute
literario, porque sus líneas postulan un espacio silencioso y lleno de matices
sensoriales, que precisan de lentitud, de atención extrema. Ahora, obligándome
a la calma, he paseado durante un par de días por El humo dormido y mi
aplauso ha surgido espontáneo.
Si
es verdad que somos hogueras y que, con el paso inexorable del tiempo, nos transformamos
en ceniza y en humo, revisar ese “humo dormido” que constituye nuestro ayer
implica revisitarnos, redescubrirnos, contarnos. Así lo hace Gabriel Miró en
las viñetas con aroma autobiográfico que va alineando en este libro, donde el
sintagma “humo dormido” se repite dieciséis veces, de forma letánica, como un
estribillo del alma. Me ha gustado el deleite sensual de su prosa lenta. Me ha
gustado la añoranza apolínea de su memoria. Y me ha gustado tener que acudir al
diccionario una d0cena de veces para entender vocablos que, arcaicos o
terruñeros, desconocía.
Salvo el tramo final, demasiado impregnado de religiosidad para mi gusto, todo en el libro me ha resultado placentero. Tenían razón quienes me animaban a insistir con el prosista de los ojos claros. Les agradezco el consejo.
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