Nora
es una mujer a la que se detiene, acusada de brujería, durante los fieros años
de la Inquisición. Pero consigue que su hija Liliana se oculte
providencialmente en el bosque y quede a salvo de las garras de sus captores,
instigados por el malvado don Teobaldo, señor del castillo de Alou. La niña,
con la inestimable ayuda de un hombre de buena voluntad, consigue sobrevivir y
llegar a la juventud. Y entonces la historia da un giro inesperado. El señor de
Alou, casado con la hermosa doña Enara y padre del aguerrido Gossel (14 años) y
de la pizpireta Griselda (6 años), ha tomado una decisión aparentemente inocua:
quiere que todos los miembros de su familia queden inmortalizados en lienzos,
que luego colgará en las dependencias del castillo. Para eso, y asesorado por
su inseparable ayudante Hazdel, un soldado de enorme fidelidad, hace traer ante
sí a Zacarías Mahaguz, un pintor ambulante de pericia legendaria y salud algo
achacosa, quien acepta el encargo que el señor de Alou le propone. Con pinceladas
sabias, Mahaguz consigue una imagen de Griselda que impresiona a todos por la
exactitud de sus líneas; pero dura poco esta alegría, porque la pobre niña cae
enferma y muere en un plazo brevísimo de horas. Pero es que cuando los pinceles
de Mahaguz retratan a doña Enara, esta sufre un proceso de envejecimiento muy
veloz; y cuando es su marido don Teobaldo el que posa para el retratista la
debilidad lo erosiona hasta el punto de postrarlo en una cama… ¿Qué está
ocurriendo? Gossel, con la ayuda de Hazdel, tendrá que descubrir qué diabólico
mecanismo está erosionando a su familia, hasta el punto de colocarla al borde
de la destrucción.
Nada más procede decir, salvo que el tinerfeño Daniel Hernández Chambers atrapa la atención hasta la última página y sale airoso del reto novelístico. Como está mandado.
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