No
he tenido demasiada suerte (espero) en mi segunda aproximación a la obra
novelística de Mercedes Salisachs. Y digo “espero” porque mantengo la ilusión
de que mi decepcionante debut lector con ella pueda verse modificado si me
decido a abordar más adelante una segunda obra suya. No en vano hablamos de una
escritora que recibió galardones como el Ciudad de Barcelona o el Planeta; y
ese palmarés merece, creo yo, un respeto.
En
realidad, ya desde el principio me dio la sensación de que El cuadro
mostraba fallas demasiado aparatosas. Primero, desde el punto de vista léxico
(en las líneas iniciales del capítulo 1, Elena decide “autoanalizarse”);
segundo, desde el punto de vista gramatical, sobre todo en el manejo de los
pronombres (la protagonista, en la página 16, recuerda que, a una amiga suya,
“no la escribió”; y su hijo Manuel, en la 31, tras sufrir la violencia de un
compañero de colegio, afirma: “Y yo también lo he pegado a él”); tercero, desde
el punto de vista literario, pues no he sido capaz de localizar brillo
estilístico alguno, ni en la sintaxis, ni en el ritmo narrativo, ni en la
elección de las figuras retóricas o los adjetivos (la persona que lea este
libro se encontrará además con párrafos tan inauditos como este, declamado por
un hombre que vuelve a encontrarse con la prostituta cuyos servicios
frecuentaba: “Oírte era una novedad muy positiva que nunca hasta entonces había
experimentado. De pronto comprendí que vuestra profesión, lejos de ser algo
degradante, podía ocultar un mundo de impotencias desesperadas que forzosamente
exigían lo que de algún modo os obligaba a soportar. Tu ausencia fue algo más
que perder un hábito sin destino, una de esas costumbres que en ocasiones se
nos antojan necesarias para nivelar las exigencias del sexo. Hablar contigo era
como pasar un examen de conciencia. Algo parecido a introducirse en un palacio
bellísimo, pero saqueado y vacío”, p.35). Hay párrafos aún más delirantes, que
por pudor (discúlpenme) me resisto a copiar.
Y
si nos detuviésemos en lo puramente argumental, qué quieren que les diga. Se lo
resumiré en un único detalle, que no se atrevería a redactar nadie con un
mínimo de sentido común o que se haya molestado en documentarse: un niño sale
de su casa y, vista la preocupación de la madre, tres horas después ya está
puesta en funcionamiento la policía y se divulga una foto del muchacho en
varias cadenas de televisión. No es el disparate más estruendoso: tampoco me
detendré en enumerar los restantes.
Para
rematar el desastre, la editorial decidió colocar en su contraportada unas
frases publicitarias que, a fuerza de recurrir a la hipérbole (“Una trama llena
de suspense cuyo desenlace final romperá los moldes de lo imaginable. Tensión
narrativa en estado puro”), se deslizan por el tobogán del disparate y la
mentira más abyecta: ni una gota de suspense o de tensión pueden ser localizadas,
ni siquiera siendo generosos, en toda la novela: el redactor miente más que un
político en campaña.
Permítanme que lo deje aquí. Quizá repita con la autora más adelante. O no.
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