Hay
una serie de libros que siempre me estoy proponiendo leer y nunca termino de
decidirme a abordarlos en serio, porque me intimidan un poco su volumen y su
densidad: El Paraíso perdido, El Kalevala, Ulises… Entre
ellos tendría que incluir sin lugar a dudas El origen de las especies,
de Charles Darwin, que tengo en la estantería desde hace más de treinta años y que
parece ulularme y echarme en cara mi cobardía. Así que cuando he tenido en las
manos la Autobiografía del célebre naturalista (mucho más humilde en sus
dimensiones) me he dicho que sí, que era razonable recorrer sus páginas. Y qué
buena idea, oigan. Por su sencillez, por su claridad, por su franqueza, por la
honesta exposición de sus aciertos y de sus errores, el autor me ha ganado.
Nos
cuenta al principio que fue un niño ingenuo, al que su amigo Garnett tomaba
estrepitosamente el pelo (le hizo creer que poniéndose determinado sombrero lo
eximirían de pagar en las tiendas); que era compasivo (aunque no omite añadir
que una vez apaleó de forma absurda a un pobre perro); que gustaba de salir a
pescar (más tarde, incluso a cazar); que alcanzaba buena velocidad cuando se
ponía a correr; y que admiraba la forma de escribir de William Shakespeare. En
los estudios no fue brillante, aunque tampoco haragán: simplemente se podría
decir que sus intereses eran distintos a los de sus compañeros (“Durante el tiempo
que pasé en Cambridge no me dediqué a ninguna actividad con tanta ilusión, ni
ninguna me procuró tanto placer, como la de coleccionar escarabajos”). Y, en
los días finales de 1831, se produjo el gran cambio de su vida: se embarcó en
el Beagle como naturalista, sin retribución alguna, para permanecer varios años
dando la vuelta al mundo, a las órdenes del capitán Fitz-Roy. Quizá no resulte ocioso
anotar aquí una anécdota tan poco conocida como hilarante: “Cuando ya había
intimado mucho con Fitz-Roy, me dijo que había estado a punto de no ser
aceptado ¡a causa de la forma de mi nariz! Él era un discípulo apasionado de
Lavater y estaba convencido de que podía juzgar el carácter de un hombre por la
configuración de sus facciones; y dudaba de que una persona con una nariz como
la mía tuviera la energía y decisión suficientes para hacer la travesía”.
Otro detalle que llama la atención es que cuando se refiere a su libro El origen de las especies el meticuloso Charles Darwin indica que “ha sido traducido a casi todos los idiomas europeos, incluso a algunos como el español”. Creo que ese “incluso” subraya el nivel científico que se le suponía a España durante la segunda mitad del siglo XIX. Fue un libro rompedor y explosivo, que generó infinidad de burlas y groserías insultantes, pero Darwin también aquí es comedido: “Me alegro de haber evitado las controversias, y eso lo debo a Lyell, que hace muchos años, y en relación con mis obras geológicas, me aconsejó firmemente que no me enredara en polémicas, pues raramente se conseguía nada bueno y ocasionaban una triste pérdida de tiempo y de paciencia”. Y no quiero dejar de apuntar aquí el párrafo con el que concluye su escritura: “Con unas facultades tan ordinarias como las que poseo, es verdaderamente sorprendente que haya influenciado en grado considerable las creencias de los científicos respecto a algunos puntos importantes”.
Sí, tengo que vencer mi pereza y sumergirme en El origen de las especies. Alguien que piensa y escribe así sin duda se lo merece.
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