Posiblemente,
uno de los elementos más anonadantes del genio es la cantidad de yoes que caben
en él, la pluralidad de facetas que cobija el diamante de su inteligencia, de
su sensibilidad, de su arte. Y, por supuesto, esa amplitud poliédrica puede
ocasionar tantas admiraciones como desconciertos, tantas avaricias intelectivas
como gestos de hastío. Lo he comprendido de forma especial mientras recorría
las páginas (espectaculares, bellísimas, desconcertantes a veces) de La
colina de los chopos, de Juan Ramón Jiménez.
Comentemos
una de esas caras: la brillantez de su lenguaje, lleno de colores y de
adjetivos que sorprenden de continuo a los lectores: relojes “sordirrojos”,
carteros “sudosos”, avispas “orinegras”, nubes “cumulantes”, un sol “dudón” o
unos callejones “abismosos” se mostrarán ante nosotros, mientras se desarrolla
un temporal en el cual (y aquí nos espera un adverbio casi sonriente) “llueve
gordo”. JRJ maneja o crea las palabras, según lo requiera el contexto o el
chisporroteo de su imaginación, siempre febril y rápida como un purasangre. La
realidad, con su estímulo poderoso, conduce su mano sobre el papel y le ofrece
sinestesias, arcoíris, horizontes, flores, músicas, colinas, auroras,
madrugadas o jardines; y de todo ha de dejar constancia con el fulgor de sus
palabras, que siempre brillan.
Comentemos
otra de esas caras: su esfuerzo condensador para esmaltar un buen número de
aforismos. En ellos podemos rastrear sus opiniones sobre la fama (“El hombre de
arte, si es puro, no debe ni puede tener otra popularidad que la escasa y
exacta de un científico”), sobre la necesaria rebeldía del espíritu humano (“Si
te dan papel rayado, escribe de través”), sobre el paso del tiempo (“¡Cómo se
agarra el pasado a los pies del presente para no dejarlo ir sin él al futuro!”)
o sobre el modo de sobrellevar la gloria literaria (“Si triunfáis, no
envilezcáis vuestro triunfo con la jactancia”).
Comentemos
una tercera de esas caras: sus interesantes y siempre claros análisis sobre la
obra de otros autores (Goethe, Shakespeare, Nietzsche), a quienes no duda en
clasificar en escalafones, según su peculiar gusto lírico (“No hay que
confundir valores de primer orden, como Rimbaud, Mallarmé, Claudel, Max Jacob,
con segundones o tercerillas, como Apollinaire, Reverdy, St. J. Perse,
Cocteau…”). En ocasiones, incluso llega al exabrupto generalista (“¡Cómo me
cansan todos los libros ajenos!”), que puede provocar no pequeño estupor en la
persona que está leyendo.
Un libro para leer despacio, con calma atenta, porque en él burbujean muchos (y muy interesantes) juanramones.
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