Es
posible que la línea más popularmente conocida de la pintura española sea la
formada por Velázquez, Goya y Picasso. Se podrían añadir otros nombres, como es
lógico. Pero resulta innegable que esa columna vertebral está ahí, con todos
sus méritos y con todo su esplendor. Ahora, después de haber leído algunas
páginas realmente luminosas sobre el pintor sevillano (estoy pensando sobre
todo en Velázquez, pájaro solitario, de Ramón Gaya), me adentro en el intenso
opúsculo escrito por Julián Gállego, donde he podido conocer el documento, tan
comprensible como abusivo, que firmó el padre del futuro pintor para que don Francisco
Pacheco lo contratase como aprendiz (septiembre de 1611) y donde, también, se me
ha desmontado la idea que tenía sobre la estrecha relación del artista con el
rey, derivada de alguna lectura anterior (¿Antonio Buero Vallejo?). Diego
Velázquez era, en realidad, un simple pintor a los ojos del monarca. Brillante,
sí; pero nada más. Gállego es contundente en este punto: “Aunque tenía
aficiones pictóricas, como alumno de dibujo de Mayno, la amistad del Rey de
medio Mundo con el ayuda de cámara que figuraba en nómina con los barberos de
palacio es totalmente ilusoria” (pp.33-34). De hecho, se ha constatado que ni
lo visitó cuando se encontraba enfermo, ni asistió (tampoco lo hizo nadie más
de la familia real) al entierro de Velázquez, “oscuro y modesto en época de
catafalcos”.
En
el resto del tomo, como no podía ser de otra manera, muy inteligentes y muy
ilustrativas aproximaciones a cuadros legendarios, como “La rendición de
Breda”, “Las Meninas” o “La fragua de Vulcano”.
Una lectura delicada y hermosa.
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