domingo, 21 de enero de 2024

Velázquez

 


Es posible que la línea más popularmente conocida de la pintura española sea la formada por Velázquez, Goya y Picasso. Se podrían añadir otros nombres, como es lógico. Pero resulta innegable que esa columna vertebral está ahí, con todos sus méritos y con todo su esplendor. Ahora, después de haber leído algunas páginas realmente luminosas sobre el pintor sevillano (estoy pensando sobre todo en Velázquez, pájaro solitario, de Ramón Gaya), me adentro en el intenso opúsculo escrito por Julián Gállego, donde he podido conocer el documento, tan comprensible como abusivo, que firmó el padre del futuro pintor para que don Francisco Pacheco lo contratase como aprendiz (septiembre de 1611) y donde, también, se me ha desmontado la idea que tenía sobre la estrecha relación del artista con el rey, derivada de alguna lectura anterior (¿Antonio Buero Vallejo?). Diego Velázquez era, en realidad, un simple pintor a los ojos del monarca. Brillante, sí; pero nada más. Gállego es contundente en este punto: “Aunque tenía aficiones pictóricas, como alumno de dibujo de Mayno, la amistad del Rey de medio Mundo con el ayuda de cámara que figuraba en nómina con los barberos de palacio es totalmente ilusoria” (pp.33-34). De hecho, se ha constatado que ni lo visitó cuando se encontraba enfermo, ni asistió (tampoco lo hizo nadie más de la familia real) al entierro de Velázquez, “oscuro y modesto en época de catafalcos”.

En el resto del tomo, como no podía ser de otra manera, muy inteligentes y muy ilustrativas aproximaciones a cuadros legendarios, como “La rendición de Breda”, “Las Meninas” o “La fragua de Vulcano”.

Una lectura delicada y hermosa.

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