Existen
muchas maneras de mirar hacia el pasado y seguramente resultaría bobo
establecer cuál de ellas puede ser calificada como la mejor: ¿la melancolía?
¿La acrimonia? ¿La tristeza? ¿El gozo? ¿La ironía? ¿La autoexculpación? Antonio
Machado afirmaba que el ayer no está escrito, y quizá se deba a que no
sabríamos cómo afrontar esa escritura, qué palabras o qué enfoque escoger para
abordar tan descomunal tarea. Pedro Ugarte, escritor poderoso y versátil, nos
ofrece en Las cosas de este mundo (la recopilación de poemas que le
edita el sello Sloper) su propio ayer, lleno de esperanzas, de novias breves,
de alcoholes nocturnos, de proyectos, de mudanzas, de episodios eróticos adolescentes,
de lejanísimos juegos de piratas y hasta de algún encuentro sexual donde, sin
cortapisas, procede a una admisión que, incluso en su vertiente irónica, no resulta
muy frecuente entre los varones (véase “El rito de la decepción”). Y es, sin
duda, un libro memorable. Da igual que, con modestia, el escritor vasco afirme
que en sus páginas ha adoptado “un tono escasamente lírico, veladamente
narrativo” (p.9) y que el tomo puede ser definido como “un libro compuesto, en
fin, por formas híbridas” (p.10). Ningún desdoro supone tal admisión.
Escuchemos
lo que nos dice el poeta en la página 25: “Son los años que se alejan / como
remolcadores surcando la bahía”. Y esa imagen bellísima y poderosa actúa como
invitación para que nos asomemos a la barandilla y, dejando que nuestra mirada
recorra el horizonte, descubramos en sus versos desahogos de rango juvenil
(“Para calmar el ansia”); algún carpe diem vengativo, casi quevedesco, que nos
asombrará por su contundencia (“Despecho”); estampas donde Miguel de Unamuno es
convocado y releído; vindicaciones firmes de su fe religiosa católica (lean
“Ceremonia civil”, absolutamente memorable); elegías por un perro al que se
acompañó hasta el final (“El oficio de Dios”); o reflexiones melancólicas sobre
el modo en que dejamos pasar el tiempo, creyendo que la ventura perfecta nos
aguardará más adelante (“La llegada de la vida”).
“Éramos
jóvenes y éramos idiotas”, apostilla Pedro Ugarte en la página 31. Quizá todos
lo hayamos sido, aunque nos resistamos, orgullosos, a asumir el ridículo de
aceptarlo y pregonarlo. Pero la mirada que, desde la actualidad, tiende el
poeta hacia aquellos años perdidos es madura, reflexiva, aplomada.
Adéntrense en el volumen. Y, si lo desean, deténganse en las trece ocasiones en que, si no he contado mal, el poeta utiliza las palabras del título en sus poemas. Verán qué sugerente arco de interpretaciones. Se sorprenderán.
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