sábado, 27 de enero de 2024

Las cosas de este mundo

 


Existen muchas maneras de mirar hacia el pasado y seguramente resultaría bobo establecer cuál de ellas puede ser calificada como la mejor: ¿la melancolía? ¿La acrimonia? ¿La tristeza? ¿El gozo? ¿La ironía? ¿La autoexculpación? Antonio Machado afirmaba que el ayer no está escrito, y quizá se deba a que no sabríamos cómo afrontar esa escritura, qué palabras o qué enfoque escoger para abordar tan descomunal tarea. Pedro Ugarte, escritor poderoso y versátil, nos ofrece en Las cosas de este mundo (la recopilación de poemas que le edita el sello Sloper) su propio ayer, lleno de esperanzas, de novias breves, de alcoholes nocturnos, de proyectos, de mudanzas, de episodios eróticos adolescentes, de lejanísimos juegos de piratas y hasta de algún encuentro sexual donde, sin cortapisas, procede a una admisión que, incluso en su vertiente irónica, no resulta muy frecuente entre los varones (véase “El rito de la decepción”). Y es, sin duda, un libro memorable. Da igual que, con modestia, el escritor vasco afirme que en sus páginas ha adoptado “un tono escasamente lírico, veladamente narrativo” (p.9) y que el tomo puede ser definido como “un libro compuesto, en fin, por formas híbridas” (p.10). Ningún desdoro supone tal admisión.

Escuchemos lo que nos dice el poeta en la página 25: “Son los años que se alejan / como remolcadores surcando la bahía”. Y esa imagen bellísima y poderosa actúa como invitación para que nos asomemos a la barandilla y, dejando que nuestra mirada recorra el horizonte, descubramos en sus versos desahogos de rango juvenil (“Para calmar el ansia”); algún carpe diem vengativo, casi quevedesco, que nos asombrará por su contundencia (“Despecho”); estampas donde Miguel de Unamuno es convocado y releído; vindicaciones firmes de su fe religiosa católica (lean “Ceremonia civil”, absolutamente memorable); elegías por un perro al que se acompañó hasta el final (“El oficio de Dios”); o reflexiones melancólicas sobre el modo en que dejamos pasar el tiempo, creyendo que la ventura perfecta nos aguardará más adelante (“La llegada de la vida”).

“Éramos jóvenes y éramos idiotas”, apostilla Pedro Ugarte en la página 31. Quizá todos lo hayamos sido, aunque nos resistamos, orgullosos, a asumir el ridículo de aceptarlo y pregonarlo. Pero la mirada que, desde la actualidad, tiende el poeta hacia aquellos años perdidos es madura, reflexiva, aplomada.

Adéntrense en el volumen. Y, si lo desean, deténganse en las trece ocasiones en que, si no he contado mal, el poeta utiliza las palabras del título en sus poemas. Verán qué sugerente arco de interpretaciones. Se sorprenderán.

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