O
se tiene o no se tiene. Y Pablo Andrés Escapa, para mí, lo tiene. Es un don
único e indefinible, que dota a la prosa de majestad, de belleza, de elevación.
Hay quien ha intentado explicarlo mediante la semántica o la sintaxis, pero
resulta inútil. Es como aquella conocida (y quizá humorística) definición de poesía:
quítale la rima, las palabras, avienta los versos y, si queda algo, eso es la
poesía. Pues en esa línea. El caso es que Pablo Andrés Escapa escribe unos
relatos que te dejan (a mí me dejan, desde luego) con los ojos chispeantes. Qué
maravilla. Qué esplendor. Y cuando tratas de consignar objetivamente
dónde radica el enigma o la clave de ese prodigio, fracasas. Puede parecer
frustrante, pero quizá forme parte de su magia verbal intangible, de esa luz
inefable que emana de los buenos libros y que, si alcanzásemos a reducir en una
fórmula, perdería su aroma y su encanto. Dejémoslo, sonrientemente, en que lo
ha vuelto a hacer.
Hablo
del volumen Herencias del invierno, el tomo de relatos que edita Páginas
de espuma con ilustraciones de Lucie Duboeuf. Allí dentro encontramos ladrones
que, al salir de una alcantarilla, se encuentran a un misterioso fumador de
pipa que les habla de forma arcaizante (“Ceniza”); niños que ejecutan
travesuras más bien indignas, de las que se acaban arrepintiendo (“Semillas”);
animales que parecen condenados a muerte y que terminan encontrando su utilidad
mágica en el sitio más inverosímil (“Surcos”); y, en fin, todo tipo de
marineros que narran historias, niñas que tiemblan ante la posible
incomparecencia de los Reyes Magos por falta de nieve o, incluso, basureros de
fama tétrica que, tras degustar unos dulces, regalan estrellas navideñas. Sin
olvidar esa maravilla llamada “Nudos”, que me ha parecido el mejor cuento del
volumen.
Insisto: se tiene o no se tiene. Y este escritor (como Muñoz Molina, como Millás, como Matute, como Menéndez Salmón) lo tiene. Alabado sea.
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