martes, 9 de enero de 2024

El hombre de la guerra

 


Entró como un purasangre en la literatura española (premio Nadal y premio de la Crítica en 1960; finalista del Planeta en 1971), pero luego su nombre y el fulgor de su prosa se diluyeron en un extraño olvido (si con el nombre de “olvido” es justo o razonable designar la anécdota de que sus lectores fueran pocos), hasta que la llegada del siglo XXI volvió a colocarlo en una posición visible, de la mano de la editorial Tusquets. Su nombre me ha rondado durante años, aunque por razones que no obedecen a ninguna voluntad consciente, sino a las volubilidades del azar, he ido demorando la aproximación a sus novelas. Desbaratada ya esa circunstancia con El hombre de la guerra, he de decir que el veredicto de mi lectura es inapelable: magnífico.

Desde que conocemos a Urko Pínaga en las líneas iniciales de la narración resulta imposible separarse de él. Y así vamos conformando a base de pinceladas el lienzo de su vida. Fue un niño al que se envió al exilio en el año 1937, para librarlo de las atrocidades de la guerra civil, y que ahora vuelve en 1973, tras recibir una carta angustiosa de su tía Flora, quien parece necesitarlo para un cometido urgente. El problema es que cuando golpea la puerta de la casona familiar en Getxo (Mallatu) su pobre tía ha dejado de respirar y Urko se siente desconcertado. ¿Para qué lo quería, de forma tan abrupta y perentoria? Todo a su alrededor parece conspirar para aturdirlo: su prima Regina (que fue adoptada por Flora y su hermana, la madre de Urko, tras recogerla de las monjas), el sacerdote don Pedro (que habla con frases enigmáticas y no para de repetirle que nunca se meta a cura), el alcalde de la localidad (empeñado en derribar Mallatu para incorporar el terreno a un ambicioso plan urbanístico)… Urko, que lleva años dedicándose al mundo de la escritura en Inglaterra, no puede evitar ir “reconstruyendo al impulso de sus narraciones policiacas” (p.248) todo el entramado de enigmas que impregnan la casa y a sus frecuentadores; y la situación adquiere tonos inquietantes cuando explora el piso de arriba y descubre una habitación clausurada, en la que su tía organizó un auténtico santuario, presidido por la foto de un hombre. Un hombre que, por el color de la imagen, perteneció al mundo de la guerra.

Durante casi trescientas páginas, y absorbidos por la prosa mágica de Ramiro Pinilla, vamos comprobando cómo su protagonista desvela o imagina las claves de un tenebroso enigma del pasado. Y aunque por fin parece que la realidad le concede la razón, plegándose a sus deducciones, no queda tan claro que todos los pasos intermedios ocurriesen como él sospecha. Cada persona que lo acompaña con su lectura tendrá que fraguar, con los minúsculos pero infinitos detalles que le van siendo suministrados durante la novela, su propia hipótesis.

¿Cuándo acaban las guerras? ¿De qué forma nos dejan su estigma sobre la piel del corazón, indeleblemente? ¿Cuántas lagunas de silencio rodean el ayer? ¿Cuántas mentiras han quedado, por ignorancia, convertidas en verdades?

Simplemente espectacular.

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