Es
difícil (y aun imposible) emitir un dictamen sobre los escritores que serán
recordados y aplaudidos en el porvenir, porque estamos incapacitados para
conocer el curso que seguirán (si es que alguno siguen) las directrices
estéticas o temáticas del futuro. Si ya nos resulta paradójico o asombroso que,
en el presente, triunfe tal o cual autor, que no se adapta de ninguna manera a
nuestros gustos, imagínense de qué autoridad dispondremos para calibrar cuáles
soportarán y cuáles no la erosión inmisericorde de los calendarios. Pero Azorín
tuvo la osadía de acometer esa labor en su trabajo Los clásicos futuros,
donde apostó de forma clara por un octeto de nombres que, a su juicio,
brillarían incluso décadas más tarde: José María de Pereda, Benito Pérez
Galdós, Clarín, José María Matheu, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Rubén Darío y
Ricardo León. Veamos qué ha quedado de ellos, un siglo más tarde.
No
hace falta ser un lector avezado para descubrir que Galdós, Clarín, Unamuno,
Baroja y Rubén Darío sí que han ratificado el pronóstico. Pereda (a quien ya no
se lee ni en Santander), Matheu (al que devoró el más atronador de los
silencios) y Ricardo León (el “modernista castizo”, como se le llegó a
bautizar) resulta evidente que no. El porcentaje de aciertos (y disculpen que
lo someta a la dureza fría de las matemáticas, y que parezca bromear) no es
malo: 62%.
Déjenme
añadir dos apuntes, que me han llamado de forma especial la atención. El
primero nos invita a ser moderados en nuestros juicios. Azorín, llevado quizá
por un exceso de subjetivismo, se atreve a convertir una conjetura en párrafo
de mármol (“José María Matheu acabará por triunfar. Triunfará, en tanto que se
hunden tanta novela ñoña, ridícula u obscena, exaltadas en las gacetillas,
celebradas por una crítica complaciente, premiadas por institutos, accesibles
al favor y a la parcialidad”, p.135); y, como es evidente, yerra… salvo que
admitamos la posibilidad de que ese éxito de Matheu aún resulte posible. Quién
sabe. El segundo apunte es mucho más delicado, porque el escritor de Monóvar,
después de visitar la biblioteca de Clarín y ojear una libreta manuscrita que
había quedado olvidada sobre una mesa, declara sin empacho: “He cerrado el
precioso cuaderno y me lo he metido en el bolsillo” (p.125). Y, con una cierta
desvergüenza, remata su confesión con unas palabras que no sé si buscan nuestra
disculpa o nuestra complicidad: “No, no cometía latrocinio; usaba de un derecho
no escrito”. Es decir: como yo lo admiraba mucho, puedo quedarme con sus
papeles íntimos sin dar cuenta a la familia. Para qué vamos a maquillar esta
secuencia, si habla por sí misma.
Salvada esa anécdota desagradable, el libro es delicioso.
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