Hay
dolores y secretos y traumas que nos acompañan desde hace muchos años y que, de
forma indeleble, se han adherido a la piel de nuestro corazón. Quizá no seamos
conscientes de su poder erosivo, pero esas improntas se han colado como topos
en nuestro espíritu y nos agrían y nos perturban de forma devastadora: nos
convierten en un rencor o una herida que, misteriosamente, aún conserva forma
de persona. Es lo que le sucede a Julián Beltrán, un escritor no muy afortunado
que vive alejado de sus padres, en una casa que no asea y con la única compañía
lunática (perdóneseme la broma: se ven los lunes) de Andrea, dependienta de una
librería. Muy pronto, los lectores descubrimos que el origen de su desdicha se
encuentra en una disputa familiar bastante grave y bastante mezquina: cuando
falleció su abuelo, Julián no recibió la herencia que le correspondía, porque
su padre manipuló los papeles para quedarse con ella. Ese comportamiento inicuo
fracturó la relación entre ambos y los colocó en posiciones irreconciliables…
hasta que en la vida de Julián se instala una asistenta doméstica llamada
Mercedes, que con su forma de actuar y ver las cosas terminará haciéndole que
abra los ojos y se replantee la posibilidad de la reconciliación con su padre.
Y más ahora, cuando el anciano se encuentra en sus últimos días, afectado por
un cáncer.
Utilizando con inteligencia las secuencias de humor y las dramáticas, los diálogos tensos y los distendidos, el peruano Jaime Bayly perfila en las páginas de Y de repente, un ángel una novela sencilla, en la cual los temas espinosos (el abuso sexual, las diferencias de clases, la corrupción policial, los odios enquistados, la muerte, la fe religiosa, la infidelidad) reciben un tratamiento liviano y de fácil digestión, que convierte la obra en un artefacto nada dificultoso, accesible para todos los públicos.
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