Cuando
George Orwell publicó Rebelión en la granja (1945), un alto número de personas
se habían percatado ya de las mentiras flagrantes (y de los crímenes
millonarios) del comunismo estalinista, pero continuaba existiendo un reducto
de exaltados fervorosos que, por ingenuidad, idiocia o connivencia, preferían
seguir haciéndose los ciegos ante el escándalo del totalitarismo soviético.
Pero a Orwell, que ya había publicado páginas aguerridas contra el sistema
capitalista y que luchó en la guerra civil de 1936 del lado de la república
española, no se le escapó la condición dictatorial, represora y sanguinaria de
Stalin. Y buena prueba de ello es esta novela, que alcanzó (y sigue
manteniendo) una celebridad mundial, en la que retrata en clave fabulística
aquella revolución fracasada que algunos se obstinaban, con una venda en los
ojos, en seguir aplaudiendo.
Vemos
aquí al Viejo Mayor, un cerdo de avanzada edad, que consigue convencer a los
demás animales de la Granja Manor (dirigida por el señor Jones) para que se
alcen contra la opresión de los humanos y se hagan con los resortes del poder,
para alcanzar los sueños de la libertad y la igualdad. Vemos al astuto cerdo
Napoleón, que se rodea de una guardia pretoriana formada por perros salvajes y
que manipula el ideario de la revolución a su antojo. Vemos a Snowball,
camarada de primera fila que, cuando se convierte en rival del ambicioso
Napoleón, es expulsado y demonizado. Vemos a Moses, un cuervo que no deja de
pregonar la existencia de un paraíso llamado Monte Azúcar, al que irán las
almas de todos los animales cuando abandonen sus cuerpos. Vemos cómo todos los
protagonistas adoptan con ilusión el himno “Bestias de Inglaterra”, que se
canta con fervor y que galvaniza los corazones… hasta que Napoleón considera
que ya no resulta operativo, porque la revolución ha triunfado. Vemos cómo la
deriva dictatorial de los cerdos es maquillada de la forma más bochornosa,
amparándose en un presunto interés por el pueblo (“Algunas veces podrían
ustedes adoptar decisiones equivocadas, camaradas”, se lee en el capítulo V). Y
vemos, en fin, cómo los cerdos terminarán por convertirse en opresores incluso
más inicuos y despiadados que el fallecido señor Jones.
Orwell lo vio y Orwell lo contó. Le debemos un aplauso por aquel acto valeroso de honestidad; y también por la espléndida forma literaria en que lo hizo.
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