Nos
situamos a mitades del siglo XVII, en la ciudad de Madrid. Una parte de la
Corte de Felipe IV se encuentra agitada y molesta con don Diego Velázquez,
pintor amado y protegido por el monarca, quien acaricia la idea de pintar un
lienzo que muchos juzgan provocador, en el que una infanta quedará retratada
junto a sus sirvientas, sus enanos (Mari Bárbola y Nicolasillo) y un perro. Los
reyes, qué osadía, apenas serán visibles en la imagen borrosa de un espejo. Y
el propio Velázquez quedará inmortalizado como figura notoria del cuadro. Para
impedir esa indigna falta de respeto y esa evidente soberbia se movilizan todo
tipo de figuras: pintores rivales que envidian su talento y su posición en la
Corte (Angelo Nardi), familiares que buscan su descrédito para medrar (José
Nieto), religiosos que no dudan en recordar su afición por pintar mujeres
desnudas (un dominico) y hasta algunos nobles que lo consideran inadecuadamente
cercano al rey (el marqués). Frente a todas esas asechanzas virulentas y
codiciosas, don Diego apenas cuenta con el apoyo de la infanta María Teresa
(que lo admira, pero que poco puede alzar la voz frente a la ceguera de su
padre) y a la balbuciente fe de su esposa Juana (que lo quiere, pero que se
encuentra zarandeada por la sospecha de que Diego le fue infiel en Italia con
alguna de sus bellas modelos). Lo que está en juego es la creación (o
prohibición) del futuro cuadro “Las Meninas”.
Con
esta excepcional obra dramática, Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 1916) nos
ofrece una visión profunda y descarnada de aquella España podrida, en la cual
el rey se dedicaba al ejercicio de la caza y a engendrar hijos bastardos; sus
consejeros desviaban o despilfarraban los caudales públicos para mantener una
farsa de prosperidad; el pueblo moría de hambre, atosigado por crecientes
impuestos, sin que le resultase permitida ni siquiera la protesta; los
dignatarios eclesiásticos se solazaban en la impunidad y en el control de la
vida moral del país; y el resto de Europa, descubiertas las fisuras del otrora
gigante hispánico, comenzaban a tomar posiciones para suplantarlo en su lugar
hegemónico. Pero también nos pasea por el alma y por los ojos de un pintor
único, mostrándonos sus inquietudes, sus firmezas, sus temores, sus búsquedas
estéticas (cuando Nardi le recrimina que una parte de sus retratos sea nítida y
detallista, mientras que el resto queda un poco difuminado, Velázquez responde
con una aguda precisión artística y oftalmológica: “Vos creéis que hay que
pintar las cosas. Yo pinto el ver”).
Pintor y dibujante en sus inicios (y de notable técnica), Buero Vallejo realiza una brillante inmersión en el espíritu de Velázquez y nos regala un drama de altísimo valor, lleno de ternura y tragedia, que figura entre sus obras más notables.
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