Terminándose el siglo XX, Miguel Sánchez Robles ofreció a sus
lectores la obra titulada El tiempo y la
sustancia, de la que se dice en su contraportada que es “una obra poética
de reflexión y diagnóstico”. La etiqueta, pese a su tono elogioso, se me antoja
levemente imprecisa. La poesía de Miguel comporta, sí, una clara reflexión;
pero no creo que entrañe un diagnóstico. Cuando un médico diagnostica gripe o
úlcera de estómago es porque, después de analizar al sujeto, ha logrado aislar
e identificar el problema que lo aqueja. En nuestro poeta, esa identificación
no se produce de forma puntual. Él sólo enumera los síntomas que advierte, y
los expone después a la consideración de sus lectores. Son por tanto ellos
quienes tendrán que convertirse en los médicos de su mundo, y los que estipulen
el nombre que ha de otorgarse a su enfermedad.
En este nuevo tomo de Miguel Sánchez Robles, la voz poética
parece encontrar refugio en la bebida, y nos ofrece un escaparate etílico de lo
más variado: champán (p.11), coñac (p.14), cerveza (p.25), vino blanco (p.28),
vermú (p.47), Marie Brizard (p.61)… Todas las sustancias alcohólicas parecen
servir para evadirse de una realidad nauseabunda y opresiva, que cerca al ser
humano y que se obstina en convencerlo de que
“Todo
es tan inútil
como
una danza turca.
Los días
se acumulan
como un
lastre sin rumbo.
La
costumbre golpea
como una
bestia herida
y en la
distancia siempre
el júbilo
se pierde y nunca fue”
(p.40).
Parece clarísimo que “no hay suficientes lágrimas / para llorar por todo” (p.71); pero la poesía puede convertirse en el refugio de quienes han agotado el triste manantial de sus ojos.
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