Tras haber triunfado en España con aquel cautivador ensayo que
tituló Como una novela, Daniel Pennac
volvió a las librerías de nuestro país con El
señor Malaussène, una larga historia (superaba las 500 páginas) traducida
por Manuel Serrat donde nos contaba las peripecias de una singular tribu formada por una monja policía, un
asesino múltiple que despelleja a las prostitutas, detectives sagacísimos, un
prestidigitador e incluso un perro epiléptico llamado Julius, que muerde el
aire cada tres minutos.
La novela (que en determinadas secuencias roza lo caótico)
hace gala también de un irónico sentido del humor, presente por ejemplo en la
extravagante cata de vinos que tiene lugar en el capítulo 29; o en la hilarante
crítica al mundo de la abogacía que leemos en el capítulo 52.
Quien haya leído La
conjura de los necios, de John Kennedy Toole, y recuerde a su estrafalario
protagonista Ignatius J. Reilly, se hará una certera idea de esta narración: es
la historia de una tropa de Reillys. Pero, ante todo, Pennac nos entrega una
novela donde los sentimientos parecen regidos por la alucinación, el delirio y
la extravagancia; y donde un barrio, Belleville, se antoja el auténtico
protagonista, con sus calles viejas, sus cines clausurados y sus fachadas
enmohecidas por el paso de los tiempos.
Larga, poliédrica y extraña, El señor Malaussène es una historia que difícilmente admite ser condensada en pocas líneas, como advierte el propio autor: “Una novela digna de ese nombre no se deja resumir”.
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